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CINE-REFLEXIÓN: CIUDAD DE DIOS (Gente de favela)

CINE-REFLEXIÓN: CIUDAD DE DIOS (Gente de favela) Por si alguien no lo supiera, favela es el nombre que reciben los suburbios, la mayoría compuestos de chabolas y casuchas improvisadas que circundan las grandes ciudades de Brasil y que son el mísero asiento de multitudes famélicas, en su mayoría inmigrantes del campo. Ciudad de Dios es uno de estos barrios que se formaron en la década de los sesenta en las afueras de Río. La película, inspirada en una novela, cuenta la historia de la delincuencia infantil y juvenil a lo largo de veinte años, teniendo a un futuro fotógrafo de prensa como narrador.
Los medios de comunicación nos han presentado de muchas maneras el fenómeno de «os meninos da rua», es decir, esos chicos, sin ningún vínculo familiar, que viven en la calle, a la intemperie, de los hurtos, fechorías o pequeñas tareas a las que se dedican. Aquí son presentados por Fernando Meirelles, el director del film, como delincuentes en ciernes que, muy pronto, dan el salto a la pandilla organizada y a las mafias del robo, la protección y la droga. Sorprende la extrema violencia de la que son capaces ya desde muy niños, una violencia basada en el uso de las armas de fuego, unos pistolones casi más grandes que ellos.
En este sentido, llama poderosamente la atención la trayectoria de Dadinho, un niño que en cuanto llega a la pubertad se ha convertido ya en el poderoso Ze Pequeño, el que controla los negocios ilegales de todo el barrio. Su perfil de asesino gratuito, caprichoso y arbitrario a la hora de disponer de la vida ajena, es un retrato espeluznante de un «criminal nato», para el que no hay valor -ni siquiera la amistad- que detenga sus antojos.
Choca también la extrema violencia que resuma todo el film, fruto de una sociedad con enor¬mes desequilibrios (en lo familiar, social, educativo, económico) y que sólo ofrece la marginalidad como única alternativa a los desheredados de la fortuna. Y éstos lógicamente la aprovechan para construirse su «espacio».
El film de Meirelles tiene un ritmo sincopado, a tono con la narración. Entrelaza, con mucha habilidad, las diferentes historias y personajes de la favela. Utiliza también la fotografía de manera expresionista (a ratos parece una película en blanco y negro) y tiene momentos de gran brillantez formal en la resolución de algunas secuencias. Peca quizás de un poco de efectismo y la historia, al final, se le va un poco de las manos.
A nadie le gusta sumergirse en infiernos como éste. Pero es necesario no cerrar los ojos ante un cine que nos recuerda que el mundo no es precisamente el paraíso universal. No tiene poco trabajo el presidente Lula da Silva si quiere sacar a Brasil de la miseria en que vive la mayor parte de su población.

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• Somos una sociedad que vive cada vez con mayor cotidianidad la pesadilla de la violencia, hasta el punto que obviamos el factor humano detrás de la crónica roja de los diarios. Cada vez nos sorprende menos la violencia, cada vez nos preguntamos menos por los mecanismos que la desencadenan, y aceptamos vivir con miedo a los otros, justificar el ciclo de la agresión y la venganza ya no es necesario, lo hemos asumido como natural, casi idiosincrático.
• De repente dejamos de ver una proyección en la pantalla y descubrimos los niños que actualmente recorren las ciudades, y de los cuales nos cuidamos de no encontrarnos mientras veníamos al cine, porque: “Ahora la calle esta muy fea”.
• La película da inicio con una gallina que trata de escapar de su destino -terminar como alimento de un grupo de niños y jóvenes- y tras una desenfrenada persecución, se encuentra con Petardo, quien a su vez queda en una posición por demás incómoda: entre las armas desenfundadas de una banda de narcotraficantes y las de unos policías. Estamos en la Ciudad de Dios, un lugar en el que, en palabras del protagonista, si corres te matan y si te quedas también. Buscapé es ese pollo prófugo de los cuchillos que se afilan, de la violencia de la favela.
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