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REFLEXIONES: CARTA DEL JEFE SEATTLE

REFLEXIONES: CARTA DEL JEFE SEATTLE INTRODUCCIÓN
Cada día el planeta Tierra se puebla más y se hace más frágil y pequeño. La humanidad crece y crece poniendo en peligro su equilibrio y supervivencia de un modo casi inexorable. La Tierra es nuestra gran casa, porque todos vivimos en ella: sin embargo, algunos apenas si podemos verla ya que nuestras otras casas, las pequeñas, nos la ocultan. Hemos construido tantas ciudades colmenas y tan grandes que, a veces, no somos capaces de ver el paisaje en el que vivimos.
En cierta ocasión el hijo de un amigo que residía en Madrid nos sorprendió durante una excursión con este comentario: “Papá, me encanta esto por lo cerca que está el campo. Coges el coche Y en cinco minutos llegas... En cambio en Madrid..” y agitaba la mano arriba y abajo por delante de su rostro.
Es posible que nuestra cultura haya perdido mucho del sentido de la Tierra. Ya lo dice el refrán: "¡Ojos que no ven, corazón que no siente!". Otros pueblos que vivían más en contacto con ella, con sus elementos naturales, el río, los bosques, las montañas, las praderas, el mar, el viento, las estrellas... han sido capaces de sentirla con mucha más profundidad.
Lo que traernos hoy a comentar es un testimonio de un hombre que vivió así y que fue capaz de ofrecer una gran lección al todopoderoso Presidente de los Estados Unidos y a su gobierno. Una lección que nadie aprovechó, pero que está ahí como testimonio de una forma más primitiva de ver las cosas, pero también más profunda y más humana.
TIERRAS DE INDIOS AMERICANOS
El indio Seattle era el jefe de la tribu Suquamish, que vivía a orillas de la que hoy se llama Puget Sound, en el estado de Washington. Las tierras en las que vivía la tribu constituían un enclave maravilloso, entre un mar tranquilo, casi cerrado al océano Pacífico, y la mágica presencia de Mount Renier, la gran montaña a la que los indios llamaban Tacoma. Un lugar de gran belleza, lleno de bosques, lagos, praderas y montañas.
En los tiempos de Seattle comenzaban a acercarse los hombres blancos. Todos los indios del extremo Oeste de los Estados Unidos eran indios pacíficos, sedentarios, arraigados profundamente en su tierra y con un enorme sentido de la trascendencia. La carta de Seatle no es un documento único. Algunos años después, en 1876, otro jefe indio, Chiet Joseph, escribiría otra muy parecida al Presidente de los hombres blancos para defender el territorio de los Nez Perce, situado unos cientos de kilómetros al Este del Puget Sound.
Los indios Suquamish, vivían. como otros de la región, de la pesca del salmón, muy abundante en sus ríos y lagos, y de la caza. Los primeros exploradores que llegaron a aquellas hermosas tierras fueron españoles, a finales del Siglo XVI, explorando las costas. Por eso aun quedan nombres castellanos por la zona, estrecho de Juan de Fuca, en nombre del marino de origen griego, que mandaba el primer barco que lo cruzó, archipiélago de San Juan, Anacortes, etc.
El primer testimonio escrito sobre estas tierras se lo debemos al marino inglés Vancouver, que ancló en aquellas aguas en 1792 y escribió: 'La serenidad del clima, los innumerables hermosos paisajes y la abundante fertilidad que palpita en la naturaleza libre requiere solo ser enriquecida por la industria del hombre para convertir esta tierra en el entorno más maravilloso que se pueda imaginar".
Seattle no tuvo éxito en la defensa de su tierra. Un año antes de que él escribiera su carta se había creado el Territorio de Washington, en 1853, y se había fundado su capital en Olimpia. En 1889 se convertiría en un estado más de la Unión.

COMENTARIO DE TEXTO “CARTA DEL JEFE SEATTLE”
Carta que el jefe indio Seattle envió en 1854 al gran jefe blanco de Washington, en respuesta a la oferta de comprarle una gran extensión de tierras Indias, y crear una "reservación" para el pueblo indígena.
Todo está enlazado.
¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento ni aún el calor de la tierra?. Esta idea nos es desconocida.
Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿ cómo podrán ustedes comprarlos?.
Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los pieles rojas.
Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas: en cam¬bio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos par¬te de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila, éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas. los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
Por todo ello, cuando el gran jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos está pidiendo demasiado. También el gran jefe nos dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. Él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello consideramos su oferta de com¬prar nuestras tierras. Pero ello no es fácil, ya que esta tierra es sagrada para nosotros.
El agua cristalina que corre por ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fugaz en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed: son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si le vendemos nuestras tierras ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también lo son suyos y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano. Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distinguir entre un trozo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Le secuestra la tierra a sus hijos. Tam¬poco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colo¬res. Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.
No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos del piel roja. Pero quizá sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.
No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o cómo aletean los insectos. Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido sólo parece insultar nuestros oídos. Y después de todo. ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de ola charca?. Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque. así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aroma de pinos.
El aire tiene un valor inestimable para el piel roja ya que todos los seres comparten un mismo aliento, la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira: como un mori¬bundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Si les vendemos nuestras tierras ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco puede saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.
Por ello consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: el hom¬bre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.
Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir.
¿Qué sería del hombre sin los animales?. Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual. Porque lo que le suceda a los animales también le sucederá al hombre. Todo está enlazado.
Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.
Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos. Todo va enlazado, como la sangre que une a la familia. Todo está enlazado.
Todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hito. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo.
Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo quizá seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: Nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que El les pertenece lo mismo que nuestras tierras les pertenezcan, pero no es así, El es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para El y si se daña se provocaría la ira del creador. También los blancos se extinguirán, quizá antes que las demás tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propias secreciones.
Pero ustedes caminan hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de exuberantes colinas con cables parlantes.
¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. TERMINA LA VIDA Y EMPIEZA LA SUPERVIVENCIA.

REFLEXIONES
Esta carta del Jefe Seattle es. además de una joya literaria injustamente olvidada, una profesión de fe y un código ético de admirable profundidad. Por ello no merece convertirse en mero objeto de debate y discusión. Exige erigirse en tema de meditación y reflexión.
Algunas pistas para encauzar estos filones ricos de pensamiento pueden ser:
- La primera frase, que se reiterará en el texto, resume el principio fundamental. Todo está enlazado. La vida sobre la tierra forma una trama continua, en la que todo es interdependiente, nosotros también formamos parte de esta trama.
• La sola idea de comprar o vender la tierra resulta sorprendente ¿Cómo puede pertenecer a alguien lo que es de todos? No sólo de los vivos, también de los muertos. No sólo de los hombres, también de los demás seres vivientes. No sólo es de todos, sino que todos somos la Tierra.
- La tierra es sagrada, porque ella es la memoria de nuestros antepasados. Los hombres pasan, pero los lugares permanecen y fueron los testigos de sus hechos.
- Todos somos parte de lo mismo. Hay una hermandad universal entre los hombres, los seres vivos y los inanimados. Los ríos son nuestros hermanos ...
• El hombre blanco no lo siente así. Los reproches son contenidos y emocionados, pero certeros y terribles. Hay un premonición sorprendente para estar hecha en 1854, pero que hoy encuentra ya defensores abundantes: "Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.
- Las ciudades del hombre blanco no son envidiables, causan pena porque impiden vivir la vida.
El hombre blanco no puede apreciar lo mejor que ofrece la vida. No puede escuchar los pájaros; no es capaz de sentir el aire, el aire que es el aliento que todos los seres respiramos.
• Si les vendemos las tierras deben conservarlas como cosa aparte y sagrada. Deben respetar a los animales, deben respetar el suelo. La Tierra no' es del hombre. Es el hombre el que es de la Tierra.
- Todo está enlazado; el daño que hacemos a la Tierra nos lo hacemos a nosotros mismos.
• El final de la carta es estremecedor. Apela a un Dios que parece dominado por los blancos, pero que es el mismo Dios de todos, y castigará los excesos que se cometan con su mundo.
• Hay una profecía sobre el final de la civilización blanca hacia el que camina rodeada de gloria.
- El destino es misterio. Llegan malos tiempos. Se termina la vida, comienza la supervivencia.
- Hoy, los indios Suquamish han quedado reducidos a un recuerdo en medio de la prosperidad de una zona de riqueza emergente. Su concepción de la vida y de la Tierra en que vivimos se ha desvanecido con ellos, pero sus admoniciones pueden convertirse en profecías en cualquier momento. Quizá por eso los hombres blancos seamos capaces un siglo más tarde de comprenderles mejor y de alorar su pensamiento.

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