Blogia
UN LUGAR PARA APRENDER FILOSOFÍA

ENSEÑAR A PENSAR

ENSEÑAR A PENSAR «M. Immanuel Kant, Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesungen
in dem Winterhalbenjahre, von 1765-1766», Werke in sechs Brinden,
Herausgegeben von Wilhelm Weischedel, vol. 1, Vorkritische Schriften
bis 1768, Wiesbaden, Insel Verlag, 1960, pp. 907-9 10.

En Revista del conocimiento, 2, Homenaje a Antonio Tovar, Madrid, Cruz Roja, 1984.

COMENTARIO DE TEXTO

«Toda enseñanza de la juventud encierra una cierta dificultad en sí misma. Nos vemos forzados a adelantamos con la inteligencia a los años, y sin esperar a la madurez del entendimiento [Verstand], hay que dar conocimientos que, según el orden natural sólo pueden ser captados por una razón [Vernunft] ejercitada y avezada. De ahí brotan los inagotables prejuicios de las escuelas que son más obstinados e incluso más absur­dos que los del vulgo, y la precoz charlatanería de los jóvenes pensadores, mucho más ciega que cualquier otra presunción y más incurable que la ignorancia. Al mismo tiem­po, esta dificultad no puede evitarse completamente, porque en épocas de un estado burgués muy refinado las ideas más sutiles se vuelven medios de progreso, y acaban convirtiéndose en necesidades que, por naturaleza, sólo deben contarse entre los orna­mentos de la vida, y son también lo más bellamente superfluo de ella. Sin embargo, in­cluso en esto es posible acomodar mejor la enseñanza pública al natural desarrollo, y más en un dominio donde puede concordar plenamente con ella. Pues como el progre­so natural del conocimiento humano empieza formando, en primer lugar, al entendi­miento [Verstand], al llegarse por la experiencia a juicios intuitivos y, a través de ellos, a conceptos que, en relación con sus fundamentos y consecuencias pueden además ser conocidos por la razón y, finalmente por el bien organizado complejo de la ciencia, así también la enseñanza tiene que tomar el mismo camino. Lo que hay que esperar, pues, de un profesor es que en primer lugar, forme en sus oyentes al hombre de entendi­miento, después al de razón, y por último al sabio. Tal proceder tiene la ventaja de que si el alumno no llegase al último peldaño, como suele ocurrir normalmente, algo habrá ganado, sin embargo, de esta enseñanza y se habrá convertido, aunque no para la Aca­demia, sí al menos para la vida, en alguien más experimentado e inteligente.
»Si se invierte este método, ocurre como si el alumno "pescase" una especie de ra­zón, antes de que se le forme el entendimiento, y arrastrase una ciencia prestada, que encima está como pegada y no ha ido naciendo en él. De esta manera su capacidad inte­lectual se hace todavía mucho más estéril, y, al mismo tiempo, por la alucinación de poseer sabiduría, se corrompe todavía más. Ésta es la causa por la que, frecuentemen­te, se tropieza uno con estudiosos (más bien "estudiados"), qué muestran muy poco entendimiento, y por la que la Academia echa al mundo más cabezas disparatadas que cualquier otra institución de la sociedad.
La manera de proceder es, pues, la siguiente: Lo primero de todo es hacer madu­rar el entendimiento y acelerar su desarrollo ejercitándole en juicios de experiencia y llamando su atención sobre todo aquello que le puedan aportar las impresiones com­paradas de sus sentidos. De estos juicios o conceptos no debe atreverse a saltar a otros más elevados y distantes, sino que ha de llegar ahí a través del natural y desbrozado sendero de los conceptos más elementales que, paso a paso, le hacen progresar; pero todo de acuerdo con aquella capacidad del entendimiento que el previo ejercicio ha debido, necesariamente, producir en él y no según aquello que el profesor percibe en sí mismo o cree percibir y que, falsamente presupone en sus oyentes. En una palabra: No debe enseñar pensamientos sino enseñar a pensar; al alumno no hay que transportarle sino dirigirle, si es que tenemos la intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo.
»La propia naturaleza de la filosofía requiere tal forma de enseñanza. Pero como la filosofía, efectivamente, sólo es una ocupación para la edad adulta, no es extraño que se presenten dificultades cuando quiere adaptársela a la más inexperta juventud. El estudiante que ha abandonado ya la enseñanza escolar estaba acostumbrado a apren­der. En lo sucesivo piensa que va a aprender filosofía, cosa que es desde luego imposible, pues ahora lo que debe es aprender a filosofar. Me explicaré mejor: Toda ciencia que, en sentido propio, puede aprenderse pueden clasificarse de dos maneras: las históricas y las matemáticas. A las primeras pertenecen, además de la historia propiamente dicha, la descripción de la naturaleza, la filología, el derecho positivo, etcétera. Puesto que en todo aquello que es histórico, la propia experiencia o el testimonio ajeno, y en lo que es matemático la evidencia de los conceptos y la seguridad de la demostración constituyen algo que, de hecho, está dado y que, por consiguiente, es disponible y no tiene sino que ser asimilado, es, en consecuencia, posible aprender en ambas, o sea, imprimir, bien en la memoria o en el entendimiento aquello que puede ser propuesto como una disci­plina ya acabada. De la misma manera, para aprender también filosofía, tendríamos que tener a mano una tal disciplina. Tendría que haber un libro y poderse decir: Mi­rad, aquí está el saber y el conocimiento seguro. Si aprendéis a entenderlo y a retener­lo, y si, en lo sucesivo, edificáis sobre él, seréis filósofos. Hasta tanto no se nos muestre tal libro de filosofía al que pueda remitirme, algo así como el Polibio, para explicar un hecho histórico, o el Euclides para una proposición de la geometría, permítaseme decir que se abusa de la confianza de la gente, cuando en lugar de ampliar la capacidad de en­tendimiento de la juventud que se ha puesto en nuestras manos y formarla para que en el futuro pueda madurar la propia inteligencia, se la embauca en una filosofía clausura­da y completa que ha sido elucubrada para ellos por otros. De aquí surge un espejismo de ciencia, que vale como una moneda verdadera sólo en determinado lugar y entre de­terminadas gentes; pero que está devaluada en todas partes. El auténtico método de en­señanza es zetético, como algunos antiguos le llamaban (de zetéin), o sea, investigador, y sólo en una razón ya experimentada se hace, en algunos dominios, dogmática, es decir, decisoria. También el autor filosófico, que se pone de libro de texto, debe considerárse­le no como el modelo de juicio, sino sólo como ocasión para juzgar sobre él o, incluso, contra él. El método de saber pensar por sí mismo y de saber sacar conclusiones, es aquel cuya posesión busca en realidad el alumno. Sólo a él, pues, le puede ser útil, y los conocimientos positivos que ha ido adquiriendo deben ser considerados como conse­cuencias casuales, para cuyo espléndido florecimiento sólo tiene que plantar en sí mis­mo las más fértiles raíces.
»Si se compara con esto el procedimiento vulgar, tan diferente por otra parte, es posible entender muchas cosas que de otra manera, nos parecen extrañas. Así, por ejemplo, uno se pregunta por qué no hay una especie de erudición, o "saber" de la ar­tesanía en donde, por cierto, tantos maestros pueden encontrarse como en la filosofía, y puesto que muchos de aquellos que han aprendido historia, derecho, matemáticas, etcétera, se dicen a sí mismos que, con todo, no han aprendido todavía bastante como para, a su vez, enseñarla, nos preguntamos también por qué raras veces hay alguien que no se haga seriamente a la idea de que además de sus ocupaciones comentes, po­dría muy bien dar clases de lógica o moral y cosas por el estilo, si es que se le ocurriera ocuparse de tales menudencias. La causa es que en aquellas ciencias existe una especie de medida común, pero en éstas cada uno tiene la suya propia. Al mismo tiempo, se verá claramente que no es natural en filosofía convenirse en una especie de arte de ga­narse el pan, porque esto contradice su más íntima naturaleza, acomodándose a la ma­nía de la demanda y a las leyes de la moda. Sólo la necesidad, cuyo poder es todavía superior a la filosofía, puede obligarla a doblegarse a esa forma que le impone el aplauso vulgar. »

 

 

0 comentarios