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SOCIOLOGIA: MENUDOS TIRANOS

SOCIOLOGIA: MENUDOS TIRANOS El padre se quedó helado. Su hijo, aún ado­lescente, lo estaba amenazando con el perro de presa de un amigo, entrenado para la ocasión, mientras lo retaba a que le repitiese una vez más su lista de obligaciones. La escena es real. La re­cuerda bien Antonio Gamonal, psicólogo que trabajó en la Oficina del Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, y que trató a esta familia durante varios años. También es extre­ma, pero sirve de ejemplo de una situación que, a juicio de los expertos, cada vez es más común en nuestra sociedad: la infantocracia, una forma de gobierno -o desgobierno- fami­liar en la que quienes dominan son niños a los que nadie pone coto y que, en los casos más ex­tremos, puede desembocar en una adolescencia conflictiva y alimentar un problema que ya existe, el de la violencia juvenil. Hay un orden establecido entre los seres vivos que dicta que los progenitores deciden y mandan y los jóvenes obedecen. Es necesario para la superviven­cia de la especie: las crías deben aprender de los adultos a defenderse y sobrevivir. Sin embargo, en­tre los humanos parece que se está dando un cam­bio de papeles. En la actualidad, los hijos no sólo exigen sus caprichos, actitud común en la infancia, sino que disponen del tiempo y de la vida de los mayores hasta un límite preocupante. Entre quienes han lanzado la voz de alarma está el psicólogo Javier Urra, que fue el primer De­fensor del Menor en España. «Se observa en las consultas infantiles la aparición de pequeños ti­ranos que imponen su ley en el hogar. Son niños caprichosos, sin límites, que dan órdenes a los pa­dres, organizan la vida familiar y chantajean a to­do aquél que intenta frenarlos», escribe en El pe­queño dictador (La Esfera de los Libros), publica­do hace apenas un mes y que va ya por su tercera edición. «Hay niños de 7 años, y de menos, que dan puntapiés a las madres y éstas, mientras son­ríen, les dicen: "Eso no se hace". O que tiran al suelo el bocadillo que les han preparado y ellas les compran un bollo», añade. Padres que no saben cómo actuar. Que aplauden conductas que deberían castigar. Ahí, precisa­mente, puede estar la clave de este nuevo fenóme­no. «Lo que convierte a un chico en tirano es que sus mayores sean demasiado consentidores, por pensar que ser buenos padres es no frustrarlo nun­ca», afirma Luciano Montero, doctor en psicolo­gía educativa por la Universidad Complutense de Madrid, que trabaja en un colegio de la capital. El resultado es un crío que no acepta nunca un no por respuesta. Utilizando todas las estrategias a su alcance, siempre consigue lo que quiere y en el momento que él quiere. De entre los casos de dic­tadores que Montero ha tenido que tratar, recuer­da el de uno que, cada vez que su madre se ponía a hablar por teléfono, la emprendía con la casa, la insultaba a ella e incluso la pegaba: no podía so­portar no tener toda su atención ni un solo mi­nuto. Cuando ella entendió que por el hecho de castigarlo cada vez que se comportara así no era una mala madre, todo fue mejor.

SIN TIEMPO
Entre las causas de esta nueva tiranía, Javier Urra señala que «algunos padres no cumplen su papel. No tienen criterios educativos e intentan com­pensar su falta de tiempo y dedicación a los hijos». De hecho, si repasamos la agenda del fin de se­mana de la mayoría de las personas con niños pe­queños, las tres cuartas partes del tiempo libre es­tarán hipotecadas en divertimentos y actividades sociales para los chicos. Javier Maldonado, un eco­nomista de 52 años que vive en una urbanización de El Escorial, recuerda con horror cómo sus hi­jos, Ignacio y Jorge, solían enumerarle, cuando los viernes llegaba por fin a casa, sus compromisos pa­ra el sábado y el domingo. «Esos días eran una continuación de la semana, con sus horarios y obligaciones, y con el coche para arriba y para aba­jo. Pero como entre semana apenas les veía.., pues cómo iba a decir que no.» El pediatra francés Aldo Nauri, autor de Padres permisivos, niños tiranos (Ediciones B), carga las tintas sobre una generación de padres que, acos­tumbrada a la democracia, busca el diálogo en vez de la disciplina: «Es una trampa. Los hijos deben vivir en la realidad y eso equivale a educarlos en la frustración. No se trata de imponer una autoridad con mano de hierro, sino de una firmeza que no sea brutal y que establezca un límite», afirma. Pero hoy pocos siguen este modelo. Inseguridades per­sonales, ideas educativas erróneas o querer com­pensar esa falta de dedicación, ya sea real o imagi­naria, son los motivos que llevan, a muchos padres a plegarse a todas las peticiones de sus hijos. «Co­mo consecuencia de la excesiva permisividad, ten­dremos unos padres dominados por un pequeño tirano, y un futuro adulto con problemas de adap­tación al contacto social y a los esfuerzos y frustra­ciones que impone la vida», sostiene Montero. Hasta los 4 años las rabietas y antojos pueden con­siderarse normales. Es una época en la que hay que tener paciencia y temple para aguantar los pulsos de los pequeños e irles imponiendo las normas mí­nimas de convivencia. Si, a partir de esa edad, las pataletas permanecen como un rasgo de su com­portamiento, hay que empezar a tomar medidas. En caso contrario, el niño crecerá, pero será siem­pre inmaduro. Querrá seguir siendo eternamente el primero e imponer sus deseos, lo que dificultará sus relaciones con sus compañeros de colegio y el resto de su entorno. «Las soluciones son normas y límites claros, no es razonados, pero firmes, y mu­chísimo cariño», aconseja Montero. «Cuando se ha actuado erróneamente y ya son adolescentes, el asunto es más complicado», añade. «Hay momen­tos en que es necesaria la intervención de un especialista. Con un diagnóstico precoz, existen trata­mientos que han obtenido muy buenos resultados. Pero la solución, en líneas generales, es educativa», concluye Antonio Gamonal.
No hay una edad determinada para que el pro­blema explote. Suele ser hacia los 12 años, pero a veces ocurre antes, incluso a los 8. Aparece la agresividad, primero verbal y más tarde física, contra la familia, y las rupturas se hacen eviden­tes en forma de fugas del colegio o escapadas de casa. «Son reacciones a un modelo erróneo de educación, respuestas a déficits educativos. Hu­yendo encuentran la manera de no frustrarse y ti­rar para adelante», comenta este psicólogo.

EVITAR LA CULPABILIDAD

¿Y los padres? ¿Cómo reaccionan? La pedagoga Lola de la Cruz lo tiene clarísimo, entre otras co­sas, porque lo vivió en primera persona. Hace unos años, recibió la llamada de los responsables del colegio al que acudía uno de sus hijos, que rondaba por aquel entonces los 15 años. El sába­do anterior, el chico y sus amigos habían gastado una broma a la madre del empollón de la clase: le dijeron por teléfono que éste acababa de sufrir un accidente y, sin más datos ni detalles, colgaron. «Me quedé impactada; cuando eran pequeños de­jé de trabajar para educarlos mejor y, sin saber có­mo, de pronto vi que los valores que les había in­culcado y la realidad se habían separado», cuenta Lola. Después de aquella trastada, hubo algo que ni ella ni el resto de padres pudieron evitar: sen­tirse culpables. «Ése es el gran error de los adultos, la culpabilidad», señala Antonio Gamonal. «La pa­reja debe comprender que puede tener desacuer­dos sobre la educación de sus hijos e incluso equivocarse a veces, pero, cuando surgen problemas, nunca deben caer en ese sentimiento», recalca. Lo que sí deben hacer es ponerse manos a la obra para atajar un problema que, si los chavales tras­pasan cierta barrera, la de la violencia, puede vol­verse muy grave. Insostenible: Lo dicen las cifras: el pasado año, más de 5.500 adultos, la mayoría mujeres, denunciaron a sus retoños por maltra­to y amenazas. La receta para evitarlo la dicta Ja­vier Urra: «Debemos educarles en sus deberes y derechos, en la tolerancia, pero, a la vez, mar­cando reglas, ejerciendo el control y, ocasional­mente, diciendo también no», subraya.

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