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REFLEXIÓN: ENRIQUE Y LOS SIMBOLOS

EL PAÍS - Opinión - 15-01-2005
El príncipe Enrique, segundo hijo de Carlos de Inglaterra y la fallecida princesa Diana, es un adolescente que no destaca por dar alegrías ni a su padre ni a la opinión pública británica. Cierto que su vida privada tiene escaso interés y que sólo la avidez de la prensa amarilla británica y las facilidades que da la Casa Real británica para producir escándalos explican que las gamberradas y cuitas de este niño cada vez menos niño sean con frecuencia noticia. Pero la aparición de fotografías del príncipe en una fiesta, disfrazado de oficial alemán nazi con el brazalete de la cruz gamada incluido, es mucho más que el escándalo de un joven que no es el referente social que debiera.

Es un hecho gravísimo que el príncipe haya ofendido profundamente a la sociedad británica que combatió con valentía y terribles sacrificios como líder de la civilización contra la barbarie nazi. Su suprema ignorancia sobre la sensibilidad de su pueblo supone una afrenta a todas las víctimas del nazismo, británicas o no, por involuntario que fuera el desprecio.

La ligereza de Enrique es, además, partiendo de quien habría de dar pruebas de excelsa educación y ejemplaridad, todo un paradigma de la falta de respeto que demuestran algunos sectores de las generaciones jóvenes en las sociedades ricas hacia las emociones, de adhesión o de rechazo, que despiertan algunos símbolos positivos o negativos. Pero cuando el próximo 27 de enero va a cumplirse el 60º aniversario de la liberación de Auschwitz, que convirtió a todo el mundo en testigo de lo que es capaz de hacer el ser humano movido por el odio y el desprecio al prójimo, hay que plantearse qué hemos hecho mal en las democracias para que aquella terrible lección a la humanidad sea ignorada o trivializada aunque sea por algunos jóvenes.

El príncipe Enrique, las bandas de skinheads, las multitudes en los estadios que corean lemas racistas o fascistas o quienes promueven actos y mensajes antisemitas son la prueba más contundente de que las sociedades que aspiramos a ser mejores y más compasivas no podemos dejar de mirarnos en el espejo de Auschwitz para no olvidar nunca lo peor de lo que somos capaces los seres humanos cuando despojamos de humanidad al prójimo.

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