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ARTÍCULO REFLEXIÓN: Chicago, 1886

Alfredo Abián (La Vanguardía 12-6-2008)

La Unión Europea se dispone a ampliar la semana laboral. Su máximo está fijado en 48 horas y los ministros de Empleo ya han dado un primer paso para elevarlo a 65. Un 35 por ciento más. Ríanse ustedes de los aumentos de la inflación y de las hipotecas. Sólo el Gobierno español, escoltado por grandes potencias como Grecia, Chipre o Hungría, se opone a esta potencial regresión, que en acertadas palabras del ministro Corbacho acerca al Viejo Continente más al siglo XIX que al actual XXI. Los mártires de Chicago de 1886 deben de estar revolviéndose en sus tumbas al comprobar que, 122 años después, su reivindicación de una jornada laboral de 8 horas forma parte de la gran liquidación de fin de temporada del Estado de bienestar. Como ha escrito el gran poeta argentino Juan Gelman, los fantasmas suicidados de la gran depresión del 29 vuelven a pasear por Wall Street. Y, lo que es peor, sus sombras espectrales atenazan a Europa. El fundamentalismo del mercado desempolva viejos dogmas para propugnar un nuevo contrato social que, en el fondo, es muy viejo: aumentar las horas de trabajo sin subir los salarios para así reducir costes. Ser competitivos para evitar la deslocalización.

Ahora que nos habíamos acostumbrado a hablar de conciliar la vida laboral con la familiar; de racionalizar los horarios; ahora que nos empezábamos a reclinar sobre el mullido cojín del ocio, viene la vieja Europa a decirnos que nuestro despertador laboral volverá a ser el gallo cantando al alba. Qué horror para quienes habíamos creído que la apuesta de futuro era que el tiempo no era un valor esencial en la producción, sino que el único valor añadido que cotizaba en bolsa era la calidad y el conocimiento.

 

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