COMENTARIO DE TEXTO: LOS PARÁSITOS DEL PENSAMIENTO
Autora: Rosa Montero
Grabado de Fray Bartolomé de las Casas realizado por A. Martinet hacia 1830
TEXTO
Los prejuicios son los parásitos del pensamiento. Son unos invasores tan insidiosos y silenciosos como el cáncer, porque el prejuicioso ignora que posee un prejuicio. Cosa por otra parte natural, puesto que el prejuicio supone una alteración fatal de la conciencia que se produce antes del juicio, esto es, antes de que nuestra razón se haya puesto en funcionamiento. El prejuicio es una especie de agujero negro que invalida o clausura una parte de nuestro cerebro. El prejuiciado cree que su visión sesgada es lo único auténtico, del mismo modo que el loco confunde sus delirios con lo real. El prejuicio, pues, tiene mucho de locura parcial, y en ocasiones ha conducido a grandes orgías de criminal demencia, como el prejuicio antijudío durante el Tercer Reich.
Los prejuicios siempre se disfrazan, para quien los padece, de una simple constatación de la realidad: las mujeres son inferiores, los gays son unos enfermos, los inmigrantes son sucios y peligrosos. Sí, sí, tú argumenta lo que quieras en contra de todo esto: no pienso ni siquiera escucharte, porque yo sé que las cosas son así. El prejuicio establece una certidumbre enfermiza e inamovible, porque no se asienta en la razón o en la experiencia, sino en un apagón del pensamiento.
Es evidente que algunas personas están mucho más llenas de prejuicios que otras, pero en última instancia todos padecemos alguna de estas ofuscaciones idiotizantes. Ni siquiera las mejores cabezas se salvan de este oprobio; nuestros grandes escritores del Siglo de Oro, por ejemplo, atacaban implacablemente a los judíos, porque los prejuicios personales suelen coincidir con los sociales. Por no hablar de los prejuicios machistas, que han sido (y aún son) tan extendidos y tan profundos que han originado perlas de una mentecatez extraordinaria. Por ejemplo, el gran Darwin, mi querido y admirado Darwin, padre de la teoría de la evolución, un intelectual radicalmente honesto que se esforzó en repensar la realidad más allá de los tópicos y las conveniencias, escribió sin embargo lo que sigue: "Se admite generalmente que en la mujer los poderes de la intuición, la percepción y quizá la imitación son más señalados que en el hombre, pero algunas de estas facultades, al menos, son características de las razas inferiores y, por consiguiente, de un estado de civilización pasado y menos desarrollado". El formidable Kant, que no era precisamente un imbécil, dijo que "el estudio laborioso y las arduas reflexiones, incluso en el caso de que una mujer tenga éxito al respecto, destrozan los méritos propios de su sexo". Y Rousseau llegó a asegurar que "una mujer sabia es un castigo para su esposo, sus hijos, para todo el mundo".
Pero uno de los ejemplos más espectaculares y conmovedores del destrozo que puede producir el prejuicio es la historia del padre Bartolomé de las Casas (en la fotografía), el ardiente defensor de los indígenas frente a la brutalidad de los conquistadores españoles. Lo cuenta muy bien José Manuel Fajardo en su precioso libro Vidas exageradas (Ediciones B), un puñado de biografías sobre personajes extremos. Las Casas dedicó toda su vida a intentar proteger a los pobladores originarios de la brutalidad y la avaricia. Por desgracia, sus esfuerzos tuvieron escaso éxito. Y precisamente una de las pocas recomendaciones de Las Casas que salieron adelante fue algo que el clérigo aconsejó en su juventud: que, para liberar a los indios, se llevaran esclavos negros africanos a América. Espeluzna comprobar que uno de los humanistas más admirables de la Historia fue incapaz de comprender que los negros también eran personas. Pero claro, Las Casas había visto esclavos negros en su niñez y se educó dentro del prejuicio racista.
Sin embargo, hay que decir a favor de Las Casas que creció por encima de su propio prejuicio y acabó superándolo, lo cual es uno de los mayores logros intelectuales y morales que uno puede cumplir. A los 68 años, y hablando de sí mismo en tercera persona, escribió: "El clérigo ha visto después y comprendido que reducir en esclavitud a los negros era tan injusto como en el caso de los indios... y no es seguro si la ignorancia en la que se encontraba en esa materia y su buena fe le servirán como excusa delante del juicio de Dios". Atormentado por la culpa, Las Casas llama buena fe al prejuicio. Para mí, el padre Bartolomé se redimió al vencer su ceguera. Ahora habría que pensar qué es lo que estamos haciendo nosotros con nuestros prejuicios, y, lo que es peor, qué indignidades nos estarán haciendo cometer esos sucios parásitos.
Grabado de Fray Bartolomé de las Casas realizado por A. Martinet hacia 1830
TEXTO
Los prejuicios son los parásitos del pensamiento. Son unos invasores tan insidiosos y silenciosos como el cáncer, porque el prejuicioso ignora que posee un prejuicio. Cosa por otra parte natural, puesto que el prejuicio supone una alteración fatal de la conciencia que se produce antes del juicio, esto es, antes de que nuestra razón se haya puesto en funcionamiento. El prejuicio es una especie de agujero negro que invalida o clausura una parte de nuestro cerebro. El prejuiciado cree que su visión sesgada es lo único auténtico, del mismo modo que el loco confunde sus delirios con lo real. El prejuicio, pues, tiene mucho de locura parcial, y en ocasiones ha conducido a grandes orgías de criminal demencia, como el prejuicio antijudío durante el Tercer Reich.
Los prejuicios siempre se disfrazan, para quien los padece, de una simple constatación de la realidad: las mujeres son inferiores, los gays son unos enfermos, los inmigrantes son sucios y peligrosos. Sí, sí, tú argumenta lo que quieras en contra de todo esto: no pienso ni siquiera escucharte, porque yo sé que las cosas son así. El prejuicio establece una certidumbre enfermiza e inamovible, porque no se asienta en la razón o en la experiencia, sino en un apagón del pensamiento.
Es evidente que algunas personas están mucho más llenas de prejuicios que otras, pero en última instancia todos padecemos alguna de estas ofuscaciones idiotizantes. Ni siquiera las mejores cabezas se salvan de este oprobio; nuestros grandes escritores del Siglo de Oro, por ejemplo, atacaban implacablemente a los judíos, porque los prejuicios personales suelen coincidir con los sociales. Por no hablar de los prejuicios machistas, que han sido (y aún son) tan extendidos y tan profundos que han originado perlas de una mentecatez extraordinaria. Por ejemplo, el gran Darwin, mi querido y admirado Darwin, padre de la teoría de la evolución, un intelectual radicalmente honesto que se esforzó en repensar la realidad más allá de los tópicos y las conveniencias, escribió sin embargo lo que sigue: "Se admite generalmente que en la mujer los poderes de la intuición, la percepción y quizá la imitación son más señalados que en el hombre, pero algunas de estas facultades, al menos, son características de las razas inferiores y, por consiguiente, de un estado de civilización pasado y menos desarrollado". El formidable Kant, que no era precisamente un imbécil, dijo que "el estudio laborioso y las arduas reflexiones, incluso en el caso de que una mujer tenga éxito al respecto, destrozan los méritos propios de su sexo". Y Rousseau llegó a asegurar que "una mujer sabia es un castigo para su esposo, sus hijos, para todo el mundo".
Pero uno de los ejemplos más espectaculares y conmovedores del destrozo que puede producir el prejuicio es la historia del padre Bartolomé de las Casas (en la fotografía), el ardiente defensor de los indígenas frente a la brutalidad de los conquistadores españoles. Lo cuenta muy bien José Manuel Fajardo en su precioso libro Vidas exageradas (Ediciones B), un puñado de biografías sobre personajes extremos. Las Casas dedicó toda su vida a intentar proteger a los pobladores originarios de la brutalidad y la avaricia. Por desgracia, sus esfuerzos tuvieron escaso éxito. Y precisamente una de las pocas recomendaciones de Las Casas que salieron adelante fue algo que el clérigo aconsejó en su juventud: que, para liberar a los indios, se llevaran esclavos negros africanos a América. Espeluzna comprobar que uno de los humanistas más admirables de la Historia fue incapaz de comprender que los negros también eran personas. Pero claro, Las Casas había visto esclavos negros en su niñez y se educó dentro del prejuicio racista.
Sin embargo, hay que decir a favor de Las Casas que creció por encima de su propio prejuicio y acabó superándolo, lo cual es uno de los mayores logros intelectuales y morales que uno puede cumplir. A los 68 años, y hablando de sí mismo en tercera persona, escribió: "El clérigo ha visto después y comprendido que reducir en esclavitud a los negros era tan injusto como en el caso de los indios... y no es seguro si la ignorancia en la que se encontraba en esa materia y su buena fe le servirán como excusa delante del juicio de Dios". Atormentado por la culpa, Las Casas llama buena fe al prejuicio. Para mí, el padre Bartolomé se redimió al vencer su ceguera. Ahora habría que pensar qué es lo que estamos haciendo nosotros con nuestros prejuicios, y, lo que es peor, qué indignidades nos estarán haciendo cometer esos sucios parásitos.
0 comentarios