Comentario de texto: El velo de la discordia
Veo con preocupación cómo se instala un nuevo discurso de lo políticamente correcto en determinados ámbitos culturales europeos, donde parece que lo tolerante es permitir el uso del velo, y lo intolerante, prohibirlo. Pero el problema del velo es cualquier cosa excepto sencillo. Son muchos los tipos de velo y también diversas las respuestas que probablemente debemos dar a cada uno. Las razones para defender su uso no son sólo religiosas, sino también identitarias, culturales, etcétera.
Las razones para limitarlo en ciertos ámbitos, por otra parte, no se basan únicamente en el laicismo y la libertad religiosa, sino en algunos casos en la seguridad pública. Además, siendo un problema que afecta en primera persona a las mujeres, es especialmente llamativo que las feministas, europeas o extranjeras, estén divididas frente a este fenómeno. Esto merece tomarse al menos como un indicador de la complejidad del asunto. Y en la medida en que el uso del velo responde a veces a un acto de reafirmación identitaria y de protesta frente a una sociedad que no ha sabido integrar a su inmigración, el problema afecta al núcleo más importante de nuestra organización social y política. Repito, lo que no puede decirse en ningún caso es que se trate de un problema sencillo, de algo sobre lo que podemos pronunciarnos rápidamente, sin meditar bien la respuesta.
En una sociedad como la nuestra, cada vez más marcada por el hecho profundo del pluralismo, es evidente que urge repensar el principio de libertad religiosa, un principio nacido en la Europa del siglo XVI como germen del liberalismo político, y que recogen hoy todas las constituciones y declaraciones de derechos modernos. Suele entenderse que la libertad religiosa abarca tanto la libertad de creencias como su libre ejercicio, y que mientras la primera es ilimitada, puesto que cada uno puede creer en lo que le dé la gana sin encomendarse a nadie más que a su propia conciencia, el segundo tiene claros límites. Tradicionalmente se ha entendido que dichos límites venían impuestos por el daño a terceros, no amparando los sacrificios humanos rituales o la castración femenina. Pero ahora necesitamos una concepción moderna de dicho principio que recurra a la idea más amplia de ámbito público, no basada en el daño a terceros sino en el respeto por el conjunto de valores básicos que dan sentido a nuestra sociedad, y sobre el que nuestras consideraciones privadas nunca pueden imponerse.
No se trata de juzgar o valorar las creencias religiosas de nadie, ni de potenciar o mitigar un choque entre culturas, sino de la observancia estricta de los derechos y deberes que se derivan del conjunto de valores que hemos adoptado libremente en Europa. Si se puede prohibir o no el uso del velo en la escuela pública, por ejemplo, no depende de cuánto respeto nos merezca la práctica del velo en sí misma, sino de la interpretación que adoptemos del principio de libertad religiosa en conjunción con el resto de los principios constitucionales.
En una sociedad liberal-republicana, la esfera de lo privado es la esfera de lo plural, el ámbito en el que cada ciudadano es soberano de su propia vida, y desarrolla las actividades que estima oportunas sin merecer por ello ningún tipo de reprobación pública, y por ello toda mujer tiene el derecho indiscutible a vestir como desee en dicha esfera de su vida. Mientras que el ámbito de lo público se define por los valores que nos unen y que nos hacen iguales, y por el respeto ineludible hacia los derechos y deberes de todos. Por esta razón, ninguna de las dos posiciones (la prohibicionista y la permisiva) es prima facie más tolerante o más respetuosa que la otra. Si llegáramos a la conclusión de que el uso del velo en las escuelas vulnera los derechos de algunas niñas, entonces la práctica más respetuosa y tolerante sería indudablemente la de prohibirlo. Lo que debemos preguntarnos, entonces, es a cuál de los dos ámbitos pertenece la escuela pública.
La escuela es el espacio en el que el Estado brinda a sus ciudadanos las condiciones necesarias para que éstos puedan desarrollar un modo de vida autónomo y en el que debemos transmitir a nuestros hijos los valores públicos de convivencia, libertad e igualdad básica que caracterizan nuestras sociedades. Si pensamos que se puede estar forzando a algunas niñas a usar una prenda que actúa como signo público de dominación y se las está educando en un contexto de desigualdad, es una función de la escuela pública neutralizar tales distorsiones.
Precisamente porque todas las creencias individuales, religiosas o no, poseen el mismo valor desde el punto de vista público, precisamente porque el valor de la igualdad básica entre hombres y mujeres es irrenunciable, la escuela debe garantizar que cada uno de los niños y niñas que acuden a ella estarán provistos en el futuro inmediato de las herramientas necesarias para diseñar autónomamente su vida.
Por eso celebro la decisión judicial de hace unas semanas que en el Reino Unido ha impedido a una maestra ejercer sus funciones completamente cubierta por un nikab, que sólo dejaba vislumbrar sus ojos. Porque la primera lección es que todos somos iguales y que nos podemos mirar a la cara limpiamente cuando hablamos. Sin embargo, insisto, el problema del velo no es para nada sencillo. Discutamos sin prejuicios acerca de estas cuestiones. Nada nos puede hacer mejores ciudadanos, más respetuosos o más tolerantes.
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