ARTÍCULO: CERO EN CONDUCTA
Cero en conducta
Viernes 29 de diciembre de 2002
En un colegio de Vitoria, unos cuantos alumnos de entre 13 y 15 años acaban de cometer una simpática travesura. Filmaron en vídeo a uno de sus compañeros fornicando con otra colegiala y después exhibieron alegremente la cinta ante el resto de la clase. El protagonista del film porno era cómplice, la chica en cambio no sabía nada de nada. Según algunos, parece que vendieron copias de la emocionante película a un precio bastante razonable, aunque este interesante extremo comercial no ha quedado suficientemente probado. Lo único claro es que se divirtieron mucho y que fue su algazara y la del resto de los espectadores la que terminó denunciándoles...
Soy de los que no se asustan por el sexo entre adolescentes (ni entre adultos, ni entre ancianos...) y, con las debidas precauciones higiénicas para evitar contagios o embarazos, estoy dispuesto a reconocer su ocasional delicia poética: después de todo, Romeo tenía 15 años y Julieta no más de 14. Una buena edad para confundir el canto de la alondra con el del ruiseñor en las horas tiernas del alba... Lo primero que se me viene a la cabeza cuando oigo la expresión «corrupción de menores» es un cura amenazando a los niños con el infierno si se tocan por la noche la cosita. O un negrero haciendo trabajar diez horas diarias a críos en edad escolar, pagándoles luego menos de un dólar diario. O un psicópata farsante convenciendo a unos adolescentes de que deben poner bombas a sus convecinos porque son «invasores» llegados del extranjero para arrebatarles sus derechos nacionales. Gozar o hacer gozar no me parece corruptor: intimidar o explotar, desde luego que sí.
Pero es evidente que algo muy serio falla en la educación de esos chavales alaveses. Y ese algo no tiene nada que ver con el sexo, sino con el respeto a la dignidad y la intimidad de los demás.
No se portan simplemente como mayores antes de tiempo, sino como los más impresentables y aprovechados de los adultos que les rodean: precisamente esos, ay, a los que ven todos los días en las pantallas de la televisión y los reportajes de las revistas. Los que retozan balbuceando groserías en ese puticlub en que se ha convertido Gran Hermano, por ejemplo, los que venden o roban las fotos supuestamente clandestinas de famosos infames cuyo renombre viene precisamente de la frecuencia con que aparecen sus fotografías «comprometidas» en las páginas y programas de cotilleo. Así han aprendido esos novatos que la celebridad es cuestión de rentabilizar la desvergüenza y que uno puede hacerse rico traicionando confidencias o manipulando comercialmente los momentos de mayor abandono en la compañía placentera de otros. De modo que practican lo que parece que todo el mundo busca, lo que todo el mundo ríe, lo que todo el mundo premia... aunque sea con un poquitín de asco.
¿Qué puede hacer la escuela o qué pueden hacer los padres ante este permanente bombardeo no ya de obscenidad sino de menosprecio de la dignidad ajena y subasta de la propia? Desde luego no creo que la solución consista en reinventar otra vez el puritanismo ni en agitar las llamas del Averno ante los hijos de Internet. Es preciso algo más difícil: hacer regresar con palabras y con ejemplos la ternura desterrada, recuperar la pasión como oficio de la libertad, no del abuso o del comercio. En efecto, en el amor sexual y en la aventura erótica hay mucho de curiosidad por nuestros semejantes: tenemos cuerpos de exploradores y cuando los sentidos se aguzan hacen retroceder las fronteras y se vislumbran nuevos continentes. Pero el verdadero asombro no consiste en buscar otras formas de someter a nuestros cómplices carnales sino en el júbilo placentero de entregarse a lo que nos ofrecen de inesperado, aunque sea mil veces repetido y ya lo cantasen los poetas de antaño. Lo que revela la caricia es que cada cual es un misterio de angustia pero también gozoso, que solo podemos ir desvelando juntos: mirando por el agujero de la cerradura entre risotadas, en cambio, nunca se aprende nada y terminamos ignorándonos a nosotros mismos. Lo que robamos para la publicidad lo perdemos para nuestro conocimiento.
¿Estamos aún a tiempo de enseñar a los más jóvenes a disfrutar sin remilgos pero con respeto? ¿Podemos prevenirles contra el espectáculo estéril que convierte la violación y el cotilleo en míseros sustitutos del enigma enriquecedor de la intimidad compartida?
Y sobre todo: ¿nos interesa de veras conseguirlo?
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