Allan Bloom o cuando la universidad vende su alma
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Existen palabras que están rodeadas de una indudable aura de prestigio. “Universidad” y “universitario” se encuentran entre ellas. A pesar de la devaluación que hoy afecta hasta a las instituciones más venerables y respetadas, el “haber ido a la Universidad” sigue evocando unas resonancias que van mucho más allá de obtener un título académico que, en teoría, abre las puertas de un futuro profesional más o menos brillante. En efecto. Ese “haber ido a la Universidad” no implica simplemente cursar una serie de asignaturas que certifican una cierta competencia intelectual en tal o cual campo científico o técnico. Tradicionalmente, ha significado bastante más que eso: y es que al universitario se le consideraba investido de un “espíritu universitario” que le imbuía de un amor al saber que excedía los estrechos límites marcados por el programa que va a ser objeto del correspondiente examen. El universitario de toda la vida leía libros sin que se los mandaran, frecuentaba constantemente la biblioteca de la Facultad, asistía a conferencias, discutía con pasión en los cafés sobre ciencia, política, filosofía y literatura y no perseguía el simple saber especializado de su disciplina. Se entendía que era misión esencialísima de la Universidad estimular en sus estudiantes esta disposición: no en vano, la palabra “universidad” nos remite a la noción medieval de la universitas studiorum, al saber humano entendido como totalidad orgánica: el saber “universal” al que se ha consagrado durante siglos la institución universitaria rehúye la especialización fragmentadora y busca sin descanso la integración de las diferentes disciplinas en una gran unidad todos cuyos elementos están interconectados y se iluminan entre sí. El espíritu de Santo Tomás de Aquino, patrón de las universidades de Occidente, se encuentra, sin duda, reflejado en esta concepción “sinfónica” del saber que aspira a convertirse en sabiduría. Pero, según la célebre frase de T.S. Elliot, la cultura occidental contemporánea ha cometido el imperdonable pecado de despreciar el saber en beneficio de la mera información. Ahora tenemos trillones y trillones de datos e informaciones fragmentarias, pero no sabemos qué hacer con ellas. Y la Universidad se ha sumado alegremente a esta nefasta revolución: el “espíritu universitario”, la aspiración de alcanzar una luminosa y compleja visión sinóptica del mundo, ha sido sustituida por la anarquía intelectual y la disgregación de las disciplinas, que ha convertido las Universidades en reinos de taifas, en archipiélagos de departamentos y facultades autistas, dedicadas con fruición al vicio de una “masturbación intelectual” en la que lo esencial es la hipertrofia irracional de la disciplina propia: producir, en desbocada metástasis, toneladas y más toneladas de artículos, programas, seminarios etc., etc., cuyo impresionante volumen se considera signo de que el campo de estudio propio posee una importancia extraordinaria. Y, mientras, los estudiantes se quedan en la más absoluta orfandad. ¿Unidad del saber? ¿Aspiración a la belleza, la verdad y la sabiduría? ¿Sacrificio del ego y sus opiniones en aras de un servicio desinteresado a la realidad objetiva de las cosas? ¿Veneración por el acervo cultural heredado al menos desde Grecia? Lenguaje anacrónico, palabras que hay que condenar al ostracismo. La nueva consigna se mueve en una dirección completamente opuesta: guerra sin cuartel a la tradición, difusión sistemática del caos y la irracionalidad por todos los intersticios del gran edificio universitario. Esto es lo que parece exigir el carnavalesco espíritu de nuestro tiempo, que pretende quemar en una inmensa pira, y en nombre de un nuevo concepto de “libertad”, los venerandos libros que han custodiado hasta ahora el tesoro de nuestra cultura. Esta es la gran revolución que Allan Bloom, prestigioso profesor de la Universidad de Chicago, denunciaba, a finales de la década de 1980, en El cierre de la mente moderna. Su lúcido análisis se refería a la evolución de la Universidad americana desde 1950 a 1980, pero mantiene hoy en día todo su valor. En síntesis: para Bloom, la Universidad contemporánea –europea o americana- se ha quedado sin alma. El virus del más absoluto relativismo se le ha colado hasta el tuétano. Ya no tiene ningún corpus de alta cultura que ofrecer a sus estudiantes. Dicho de otra manera: el sagrado “espíritu universitario” de antaño se encuentra hoy a punto de expirar. La Universidad, enferma de narcisismo e indiferencia a la sabiduría, ha vendido su alma al demonio de una especialización paroxística. Y, porque ha perdido su propia alma, ya no es para sus estudiantes una “alma mater”, es decir, una madre nutricia que les proporciona el alimento del auténtico saber. Lógicamente, una Universidad así ya no aspira a llegar al alma de los jóvenes universitarios, ni a ser para ellos una experiencia vital, intelectual y espiritual decisiva. Y en esto consiste su culpa, su catástrofe y su tragedia. |
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