LECTURA: NACER MUJER EN CHINA
Xinran Xue Nacer mujer en China Las voces silenciadas- emecé editores
La muchacha que tenía una mosca como mascota
Desde luego, el viejo Chen y mi amigo de la universidad tenían razón en una cosa. Sería muy difícil encontrara mujeres dispuestas a hablar libremente conmigo. Para las mujeres chinas, el cuerpo desnudo es motivo de vergüenza, no de orgullo, no se considera bello. Lo mantienen tapado. Pedir a las mujeres que me permitieran entrevistarlas sería lo mismo que pedirles que se quitaran la ropa. Me di cuenta de que tendría que buscar formas más sutiles para investigar sus vidas.
Las cartas que recibía de mis oyentes, llenas de anhelos y de esperanza, se convirtieron en mi punto de partida. Pregunté a mi jefe si podía añadir una sección especial al final de mi programa, una especie de consultorio en el que poder discutir, o tal vez leer, algunas de las cartas recibidas. No se opuso a la idea; él también deseaba saber lo que pensaban las mujeres chinas y así buscar una solución a la tensa relación que mantenía con su esposa. Sin embargo, él no podía autorizar personalmente la sección: tendría que dirigir una solicitud a la oficina central. Yo ya estaba más que familiarizada con el procedimiento: las diferentes categorías de burócratas de la emisora no eran más que simples recaderos glorificados, sin poder ejecutivo. Los altos escalafones de la jerarquía eran los que tenían la última palabra.
Seis semanas más tarde me devolvieron la solicitud de la oficina central, engalanada con cuatro sellos de lacre rojo que confirmaban la aprobación. La duración de la sección propuesta había sido recortada a diez minutos. Aun así, sentí que me había llovido maná del cielo.
El impacto que tuvo mi consultorio femenino de diez minutos fue mucho mayor de lo que cabía esperar: el número de cartas de los oyentes se incrementó hasta tal punto que empecé a recibir más de cien al día. Tuve que solicitar la ayuda de seis estudiantes universitarios para poder leer todo el correo que me llegaba. También los asuntos tratados en las cartas empezaron a ser más variados. Los testimonios que leí provenían de todo el país, se habían desarrollado en muchos momentos distintos a lo largo de los últimos setenta años, y correspondían a mujeres de realidades sociales, culturales y profesionales muy diversas. Revelaban mundos que habían estado ocultos para la gran mayoría de la
población, incluida yo misma. Las cartas me conmovieron profundamente. Muchas de ellas llegaban acompañadas de detalles personales, como por ejemplo flores, hojas y cortezas prensadas y labores de ganchillo.
Una tarde, al volver al despacho, encontré un paquete y una nota del portero sobre mi mesa. Por lo visto, una mujer de unos cuarenta años había traído el paquete a la emisora y le había pedido al portero que me lo entregara a mí. No había dejado ni nombre ni dirección. Varios compañeros me recomendaron que entregara el paquete al departamento de seguridad para que lo examinaran antes de abrirlo, pero me resistí a hacerlo. Sentía que el destino no podía someterse a segundas consideraciones y un fuerte impulso me empujó a abrir el paquete de inmediato. Dentro encontré una vieja caja de zapatos, con un hermoso dibujo de una mosca humana en la tapa. Los colores casi se habían borrado. Alguien había escrito una frase junto a la boca de la mosca: «Sin primavera, las flores no pueden florecer; sin propietario, esta caja no podrá abrirse». La tapa estaba cerrada con un candado perfectamente colocado.
Vacilé. ¿Debía o no debía abrirla? Entonces descubrí una notita que sin duda había sido pegada hacía muy poco rato: «¡Xinran, por favor, abre esta caja!»
La caja estaba llena de hojas de papel amarillentas y descoloridas. Escritas de arriba abajo, las hojas no eran del mismo tamaño, forma ni color. La mayor parte eran pedazos de papel sueltos, del tipo que se utiliza para los historiales médicos. Parecía un diario. También había una gruesa nota de entrega certificada. Estaba dirigida a Yan Yulong, de un cier¬to equipo de producción de la provincia de Shandong, y el remitente era una tal Hongxue, que daba como dirección un hospital de la provincia de Henan. El sello de correos estaba fechado el 24 de agosto de 1975. Estaba abierta, y en la parte superior aparecían estas palabras: «Xinran, te ruego res¬petuosamente que leas cada palabra. Una fiel oyente.»
Puesto que no tenía tiempo para hojear las notas antes de iniciar la emisión, decidí leer primero la carta:
Querida Yulong:
¿Estás bien? Siento no haberte escrito antes, realmente no hay razón alguna para no haberlo hecho, pero es que tengo demasiadas cosas que contarte y no sé por dónde empezar. Espero que puedas perdonarme.
Ya es demasiado tarde para pedirte que perdones mi terrible e irrevocable error, pero sigo queriendo pedirte, querida Yulong, que me perdones.
En tu carta me planteaste dos preguntas: ¿por qué te muestras esquiva a ver a tu padre? y ¿qué te llevó a dibujar una mosca y por qué la hiciste tan bella?.
Querida Yulong, ambas preguntas me resultan muy, pero que muy dolorosas, pero intentaré contestarlas.
¿Qué muchacha no quiere a su padre? Un padre es un gran árbol que ofrece cobijo a la familia, la viga que soporta la estructura de una casa, el guardián de su esposa e hijos. Pero yo no quiero a mi padre. Lo odio.
En el día de Año Nuevo del año en que cumplí once me levanté de la cama muy temprano y descubrí que sangraba inexplicablemente. Me asusté tanto que empecé a llorar. Mi madre, que acudió a mi lado al oírme llorar, me dijo:
-Hongxue, ya eres una mujer.
Nadie -ni siquiera mi madre- me había hablado nunca de la condición femenina. En el colegio nadie había hecho preguntas tan vergonzosas. Aquel día, mamá me dio algunos consejos básicos para hacer frente a la hemorragia, pero, por lo demás, no me explicó nada. Yo estaba emocionada, ¡me había convertido en mujer! Estuve corriendo por el patio, dando brincos y bailando, durante tres horas. Incluso me olvidé por completo del almuerzo.
Un día del mes de febrero en el que nevaba con insistencia, mi madre había salido para hacerle una visita a una vecina. Mi padre había vuelto a casa de la base militar en una de sus escasas visitas. Me dijo:
-Tu madre me ha contado que te has hecho mayor. Ven, quítate la ropa y deja que papá vea si es verdad.
-Yo no sabía qué era lo que pretendía ver y hacía tanto frío que no quería desnudarme.
-¡Rápido! ¡Papá te ayudará! -me dijo, a la vez que me quitaba la ropa con gran destreza.
Su comportamiento era diametralmente opuesto a su habitual lentitud. Frotó todo mi cuerpo con sus manos mientras me preguntaba una y otra vez:
-¿Se han puesto duros esos pezoncillos? ¿De aquí te salió la sangre? ¿Esos labios van a besar a papá? ¿Te gusta que papá te toque así?
Me moría de vergüenza. Desde que tenía uso de razón no recordaba haber estado desnuda delante de nadie, salvo en los baños públicos para mujeres. Mi padre se dio cuenta de mis escalofríos. Me dijo que no tuviera miedo y me advirtió que no le contara nada a mamá.
-Nunca has gustado a tu madre -me dijo-. Si descubre que te quiero tanto, no querrá saber nada de ti.
Ésta fue mi primera «experiencia femenina». Luego sentí náuseas.
A partir de entonces, en cuanto mi madre salía de la habitación, mi padre me acorralaba detrás de la puerta y me toqueteaba todo el cuerpo. Cada día que pasaba tenía más miedo
de su «amor».
Más tarde trasladaron a mi padre a otra base militar. Mi madre no pudo acompañarlo debido a su trabajo. Dijo que estaba agotada tras haber tenido que criarnos a mí y a mi hermano, y que quería que mi padre se hiciera cargo de sus responsabilidades por un tiempo. Y así fue como mi hermano y yo fuimos a vivir con mi padre.
Había ido a parar a la guarida del lobo.
Cada mediodía, desde el día en que dejamos a mi madre, mi padre se metía en mi cama cuando estaba haciendo la siesta. Cada uno tenía su habitación en un dormitorio colectivo, y mi padre solía utilizar la excusa de que mi hermano pequeño no quería hacer la siesta y así dejarlo en la calle.
Durante los primeros días se limitó a toquetearme. Más tarde empezó a forzar su lengua dentro de mi boca. Luego empezó a aguijonearme con la parte dura de la parte inferior de su cuerpo. Solía meterse en mi cama como una serpiente, sin importarle que fuera de día o de noche. Usaba las manos para separar mis muslos y pasar el rato conmigo. Incluso me introducía los dedos.
Por entonces ya había dejado de pretender que se trataba de «amor paterno». Me amenazó diciéndome que si se lo decía a alguien, tendría que soportar el escarnio público y desfilar por las calles con paja sobre la cabeza, pues yo ya era lo que la gente solía llamar un «zapato usado».
Mi cuerpo, que maduraba a pasos forzados, lo excitaba aún más si cabe de día, mientras mi temor crecía. Instalé una cerradura en la puerta de mi dormitorio, pero a él poco le importaba despertar a todos los vecinos aporreando la puer¬ta hasta que yo la abría. A veces engañaba a los demás ocupantes del dormitorio para que lo ayudaran a forzar la puerta, o les contaba que tenía que entrar por la ventana para recoger alguna cosa porque mi sueño era muy profundo. A veces era mi hermano quien lo ayudaba, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Por tanto, sin reparar en si había cerrado la puerta con llave o no, se introducía en mi habitación a la vista de todo el mundo.
Cuando oía los golpes en la puerta, a menudo el miedo me paralizaba y no podía más que acurrucarme envuelta en mi edredón, temblando. Los vecinos me decían entonces:
-Dormías tan profundamente que tu padre ha tenido que meterse por la ventana para recoger sus cosas. ¡Pobre hombre!.
Tenía miedo de dormir en mi habitación, ni siquiera me atrevía a estar sola en ella. Mi padre se dio cuenta de que cada vez buscaba más excusas para salir, por lo que se inventó una norma: debía estar de vuelta en casa antes del almuerzo. Sin embargo, a menudo caía desplomada incluso antes de haber terminado de comer, porque mi padre metía pastillas de dormir en mi comida. No había manera de protegerme.
Muchas veces pensé en quitarme la vida, pero no podía soportar la idea de abandonar a mi hermanito, que no tenía a nadie a quien recurrir. Empecé a estar cada vez más delgada, y de pronto caí gravemente enferma.
La primera vez que ingresé en el hospital militar, la enfermera que estaba de servicio contó al especialista, el doctor Zhong, que mi sueño estaba muy alterado, que empezaba a temblar en cuanto escuchaba el más mínimo ruido. El doctor Zhong, que desconocía los hechos, dijo que se debía a la fiebre tan alta que tenía.
Sin embargo, aun estando peligrosamente enferma, mi padre acudió al hospital y se aprovechó de mí mientras llevaba el gota a gota puesto y no podía moverme. En una ocasión, al verlo entrar en la habitación, empecé a chillar descontroladamente, pero, cuando la enfermera acudió corrien¬do, mi padre se limitó a decirle que yo tenía un temperamento muy fiero. La primera vez sólo pasé dos semanas en el hospital. Cuando volví a casa, descubrí un morado en la cabeza de mi hermano y manchas de sangre en su abriguito. Me contó que mientras yo estuve ingresada en el hospital, papá estuvo de un humor de perros y le había pegado con cualquier excusa. ¡Aquel mismo día, la enfermiza bestia de mi padre apretó mi cuerpo -todavía desesperadamente endeble y débil- contra el suyo y me susurró que me había echado mucho de menos!.
No podía parar de llorar. ¿Éste era mi padre? ¿Sólo había tenido hijos para satisfacer sus deseos animales? ¿Por qué me había dado la vida?.
Mi experiencia en el hospital me había mostrado un camino para seguir viviendo. Por lo que a mí se refería, las inyecciones, las pastillas y los análisis de sangre eran preferibles a la vida al lado de mi padre. Así fue como empecé a autolesionarme, una y otra vez. En invierno solía remojarme en agua fría y luego salía a la nieve y al frío. En otoño tomaba comida caducada. Una vez, llevada por la desesperación, alargué el brazo para intentar que un pedazo de hierro que caía me seccionara la mano izquierda por la muñeca. (De no haber sido por un trozo de madera blanda que llevaba por debajo, sin duda hubiera perdido la mano.) En aquella ocasión me gané sesenta noches de seguridad. Entre las lesiones que me provocaba y las drogas que me hacían tomar crecí extremadamente delgada.
Más de dos años después mi madre consiguió un traslado y se vino a vivir con nosotros. Su llegada no afectó en lo más mínimo el deseo obsceno que mi padre sentía por mí. Decía que el cuerpo de mi madre estaba viejo y marchito y que yo era su concubina. Mi madre parecía desconocer la situación hasta que un día, a finales del mes de febrero, cuando mi padre me estaba azotando por no haberle comprado algo que quería, le grité por primera vez en mi vida, atrapada entre la tristeza y la ira:
-¿Quién te has creído que eres? ¡Pegas a quien te da la gana, maltratas a todo el mundo como quieres!.
Mi madre, que nos observaba desde un lado, me preguntó a qué me refería. En cuanto abrí la boca, mi padre dijo, mirándome fieramente:
-¡No digas tonterías!
Había llegado al límite y conté la verdad a mi madre. Vi que estaba terriblemente trastornada. Sin embargo, apenas unas horas más tarde, mi «razonable» madre me dijo:
-Tendrás que aguantarlo por la seguridad de toda la familia. Si no, ¿qué será de nosotros?
Mis esperanzas se vieron frustradas por completo. Mi propia madre me quería persuadir de que soportara los abusos de mi padre, su marido. ¿Dónde estaba la justicia en todo aquello?.
Aquella noche me subió la fiebre hasta los 40º Me volvieron a llevar al hospital, donde he permanecido hasta ahra. Esta vez no tuve que hacer nada por provocar la enfermedad. Sencillamente sufrí un colapso. Mi corazón se había colapsado. No tengo la menor intención de volver a lo que los demás llaman hogar.
Querida Yulong, ésta es la razón por la que no deseo ver a mi padre. ¿Qué clase de padre es? Mantengo la boca cerra¬da por mi hermano pequeño y mi madre (aunque ella no me quiere); sin mí siguen siendo la familia de antes.
¿Por qué dibujé una mosca, y por qué la hice tan bella? Porque echo de menos a una madre y a un padre de verdad; a una familia en la que poder ser niña y llorar en los brazos de mis progenitores; en la que poder dormir sana y salva en mi propia cama; en la que unas manos amorosas acaricien mi cabeza para consolarme después de una pesadilla. Desde mi más tierna infancia, jamás he sentido este amor. Lo esperaba y anhelaba con todas mis fuerzas, pero nunca lo tuve, y ya nunca lo tendré, pues tan sólo tenemos una madre y un padre.
Una vez, una pequeña y adorable mosca me enseñó el roce de unas manos cariñosas.
Querida Yulong, no sé qué haré después de esto. Tal vez iré a cuidarte, y a ayudarte como pueda. Sé hacer muchas cosas, y no tengo miedo a las privaciones, siempre y cuando pueda dormir tranquila. ¿Te importa que vaya a verte? Por favor, escríbeme y hazme saber tu decisión.
Me gustaría saber cómo estás. ¿Todavía practicas el ruso? ¿Tienes medicinas? Vuelve el invierno y tienes que cuidarte. Espero que me des una oportunidad de hacer las paces contigo y de hacer algo por ti. No tengo familia, pero espero poder ser una hermana pequeña para ti.
¡Te deseo felicidad y salud de todo corazón!
Te echo de menos.
Hongxue, 23 de agosto de 1975
Esta carta me conmovió profundamente y me resultó muy difícil mantener la compostura durante la emisión de la noche. Más tarde, muchos oyentes me escribieron preguntándome si había estado enferma.
Después de que hubiera finalizado mi programa, llamé a unos amigos para pedirles que pasaran por mi casa y vieron si mi hijo y su niñera estaban bien. Luego me acomodé en la oficina vacía y ordené los recortes. Y fue entonces cuando leí el diario de Hongxue.
La muchacha que tenía una mosca como mascota
Desde luego, el viejo Chen y mi amigo de la universidad tenían razón en una cosa. Sería muy difícil encontrara mujeres dispuestas a hablar libremente conmigo. Para las mujeres chinas, el cuerpo desnudo es motivo de vergüenza, no de orgullo, no se considera bello. Lo mantienen tapado. Pedir a las mujeres que me permitieran entrevistarlas sería lo mismo que pedirles que se quitaran la ropa. Me di cuenta de que tendría que buscar formas más sutiles para investigar sus vidas.
Las cartas que recibía de mis oyentes, llenas de anhelos y de esperanza, se convirtieron en mi punto de partida. Pregunté a mi jefe si podía añadir una sección especial al final de mi programa, una especie de consultorio en el que poder discutir, o tal vez leer, algunas de las cartas recibidas. No se opuso a la idea; él también deseaba saber lo que pensaban las mujeres chinas y así buscar una solución a la tensa relación que mantenía con su esposa. Sin embargo, él no podía autorizar personalmente la sección: tendría que dirigir una solicitud a la oficina central. Yo ya estaba más que familiarizada con el procedimiento: las diferentes categorías de burócratas de la emisora no eran más que simples recaderos glorificados, sin poder ejecutivo. Los altos escalafones de la jerarquía eran los que tenían la última palabra.
Seis semanas más tarde me devolvieron la solicitud de la oficina central, engalanada con cuatro sellos de lacre rojo que confirmaban la aprobación. La duración de la sección propuesta había sido recortada a diez minutos. Aun así, sentí que me había llovido maná del cielo.
El impacto que tuvo mi consultorio femenino de diez minutos fue mucho mayor de lo que cabía esperar: el número de cartas de los oyentes se incrementó hasta tal punto que empecé a recibir más de cien al día. Tuve que solicitar la ayuda de seis estudiantes universitarios para poder leer todo el correo que me llegaba. También los asuntos tratados en las cartas empezaron a ser más variados. Los testimonios que leí provenían de todo el país, se habían desarrollado en muchos momentos distintos a lo largo de los últimos setenta años, y correspondían a mujeres de realidades sociales, culturales y profesionales muy diversas. Revelaban mundos que habían estado ocultos para la gran mayoría de la
población, incluida yo misma. Las cartas me conmovieron profundamente. Muchas de ellas llegaban acompañadas de detalles personales, como por ejemplo flores, hojas y cortezas prensadas y labores de ganchillo.
Una tarde, al volver al despacho, encontré un paquete y una nota del portero sobre mi mesa. Por lo visto, una mujer de unos cuarenta años había traído el paquete a la emisora y le había pedido al portero que me lo entregara a mí. No había dejado ni nombre ni dirección. Varios compañeros me recomendaron que entregara el paquete al departamento de seguridad para que lo examinaran antes de abrirlo, pero me resistí a hacerlo. Sentía que el destino no podía someterse a segundas consideraciones y un fuerte impulso me empujó a abrir el paquete de inmediato. Dentro encontré una vieja caja de zapatos, con un hermoso dibujo de una mosca humana en la tapa. Los colores casi se habían borrado. Alguien había escrito una frase junto a la boca de la mosca: «Sin primavera, las flores no pueden florecer; sin propietario, esta caja no podrá abrirse». La tapa estaba cerrada con un candado perfectamente colocado.
Vacilé. ¿Debía o no debía abrirla? Entonces descubrí una notita que sin duda había sido pegada hacía muy poco rato: «¡Xinran, por favor, abre esta caja!»
La caja estaba llena de hojas de papel amarillentas y descoloridas. Escritas de arriba abajo, las hojas no eran del mismo tamaño, forma ni color. La mayor parte eran pedazos de papel sueltos, del tipo que se utiliza para los historiales médicos. Parecía un diario. También había una gruesa nota de entrega certificada. Estaba dirigida a Yan Yulong, de un cier¬to equipo de producción de la provincia de Shandong, y el remitente era una tal Hongxue, que daba como dirección un hospital de la provincia de Henan. El sello de correos estaba fechado el 24 de agosto de 1975. Estaba abierta, y en la parte superior aparecían estas palabras: «Xinran, te ruego res¬petuosamente que leas cada palabra. Una fiel oyente.»
Puesto que no tenía tiempo para hojear las notas antes de iniciar la emisión, decidí leer primero la carta:
Querida Yulong:
¿Estás bien? Siento no haberte escrito antes, realmente no hay razón alguna para no haberlo hecho, pero es que tengo demasiadas cosas que contarte y no sé por dónde empezar. Espero que puedas perdonarme.
Ya es demasiado tarde para pedirte que perdones mi terrible e irrevocable error, pero sigo queriendo pedirte, querida Yulong, que me perdones.
En tu carta me planteaste dos preguntas: ¿por qué te muestras esquiva a ver a tu padre? y ¿qué te llevó a dibujar una mosca y por qué la hiciste tan bella?.
Querida Yulong, ambas preguntas me resultan muy, pero que muy dolorosas, pero intentaré contestarlas.
¿Qué muchacha no quiere a su padre? Un padre es un gran árbol que ofrece cobijo a la familia, la viga que soporta la estructura de una casa, el guardián de su esposa e hijos. Pero yo no quiero a mi padre. Lo odio.
En el día de Año Nuevo del año en que cumplí once me levanté de la cama muy temprano y descubrí que sangraba inexplicablemente. Me asusté tanto que empecé a llorar. Mi madre, que acudió a mi lado al oírme llorar, me dijo:
-Hongxue, ya eres una mujer.
Nadie -ni siquiera mi madre- me había hablado nunca de la condición femenina. En el colegio nadie había hecho preguntas tan vergonzosas. Aquel día, mamá me dio algunos consejos básicos para hacer frente a la hemorragia, pero, por lo demás, no me explicó nada. Yo estaba emocionada, ¡me había convertido en mujer! Estuve corriendo por el patio, dando brincos y bailando, durante tres horas. Incluso me olvidé por completo del almuerzo.
Un día del mes de febrero en el que nevaba con insistencia, mi madre había salido para hacerle una visita a una vecina. Mi padre había vuelto a casa de la base militar en una de sus escasas visitas. Me dijo:
-Tu madre me ha contado que te has hecho mayor. Ven, quítate la ropa y deja que papá vea si es verdad.
-Yo no sabía qué era lo que pretendía ver y hacía tanto frío que no quería desnudarme.
-¡Rápido! ¡Papá te ayudará! -me dijo, a la vez que me quitaba la ropa con gran destreza.
Su comportamiento era diametralmente opuesto a su habitual lentitud. Frotó todo mi cuerpo con sus manos mientras me preguntaba una y otra vez:
-¿Se han puesto duros esos pezoncillos? ¿De aquí te salió la sangre? ¿Esos labios van a besar a papá? ¿Te gusta que papá te toque así?
Me moría de vergüenza. Desde que tenía uso de razón no recordaba haber estado desnuda delante de nadie, salvo en los baños públicos para mujeres. Mi padre se dio cuenta de mis escalofríos. Me dijo que no tuviera miedo y me advirtió que no le contara nada a mamá.
-Nunca has gustado a tu madre -me dijo-. Si descubre que te quiero tanto, no querrá saber nada de ti.
Ésta fue mi primera «experiencia femenina». Luego sentí náuseas.
A partir de entonces, en cuanto mi madre salía de la habitación, mi padre me acorralaba detrás de la puerta y me toqueteaba todo el cuerpo. Cada día que pasaba tenía más miedo
de su «amor».
Más tarde trasladaron a mi padre a otra base militar. Mi madre no pudo acompañarlo debido a su trabajo. Dijo que estaba agotada tras haber tenido que criarnos a mí y a mi hermano, y que quería que mi padre se hiciera cargo de sus responsabilidades por un tiempo. Y así fue como mi hermano y yo fuimos a vivir con mi padre.
Había ido a parar a la guarida del lobo.
Cada mediodía, desde el día en que dejamos a mi madre, mi padre se metía en mi cama cuando estaba haciendo la siesta. Cada uno tenía su habitación en un dormitorio colectivo, y mi padre solía utilizar la excusa de que mi hermano pequeño no quería hacer la siesta y así dejarlo en la calle.
Durante los primeros días se limitó a toquetearme. Más tarde empezó a forzar su lengua dentro de mi boca. Luego empezó a aguijonearme con la parte dura de la parte inferior de su cuerpo. Solía meterse en mi cama como una serpiente, sin importarle que fuera de día o de noche. Usaba las manos para separar mis muslos y pasar el rato conmigo. Incluso me introducía los dedos.
Por entonces ya había dejado de pretender que se trataba de «amor paterno». Me amenazó diciéndome que si se lo decía a alguien, tendría que soportar el escarnio público y desfilar por las calles con paja sobre la cabeza, pues yo ya era lo que la gente solía llamar un «zapato usado».
Mi cuerpo, que maduraba a pasos forzados, lo excitaba aún más si cabe de día, mientras mi temor crecía. Instalé una cerradura en la puerta de mi dormitorio, pero a él poco le importaba despertar a todos los vecinos aporreando la puer¬ta hasta que yo la abría. A veces engañaba a los demás ocupantes del dormitorio para que lo ayudaran a forzar la puerta, o les contaba que tenía que entrar por la ventana para recoger alguna cosa porque mi sueño era muy profundo. A veces era mi hermano quien lo ayudaba, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Por tanto, sin reparar en si había cerrado la puerta con llave o no, se introducía en mi habitación a la vista de todo el mundo.
Cuando oía los golpes en la puerta, a menudo el miedo me paralizaba y no podía más que acurrucarme envuelta en mi edredón, temblando. Los vecinos me decían entonces:
-Dormías tan profundamente que tu padre ha tenido que meterse por la ventana para recoger sus cosas. ¡Pobre hombre!.
Tenía miedo de dormir en mi habitación, ni siquiera me atrevía a estar sola en ella. Mi padre se dio cuenta de que cada vez buscaba más excusas para salir, por lo que se inventó una norma: debía estar de vuelta en casa antes del almuerzo. Sin embargo, a menudo caía desplomada incluso antes de haber terminado de comer, porque mi padre metía pastillas de dormir en mi comida. No había manera de protegerme.
Muchas veces pensé en quitarme la vida, pero no podía soportar la idea de abandonar a mi hermanito, que no tenía a nadie a quien recurrir. Empecé a estar cada vez más delgada, y de pronto caí gravemente enferma.
La primera vez que ingresé en el hospital militar, la enfermera que estaba de servicio contó al especialista, el doctor Zhong, que mi sueño estaba muy alterado, que empezaba a temblar en cuanto escuchaba el más mínimo ruido. El doctor Zhong, que desconocía los hechos, dijo que se debía a la fiebre tan alta que tenía.
Sin embargo, aun estando peligrosamente enferma, mi padre acudió al hospital y se aprovechó de mí mientras llevaba el gota a gota puesto y no podía moverme. En una ocasión, al verlo entrar en la habitación, empecé a chillar descontroladamente, pero, cuando la enfermera acudió corrien¬do, mi padre se limitó a decirle que yo tenía un temperamento muy fiero. La primera vez sólo pasé dos semanas en el hospital. Cuando volví a casa, descubrí un morado en la cabeza de mi hermano y manchas de sangre en su abriguito. Me contó que mientras yo estuve ingresada en el hospital, papá estuvo de un humor de perros y le había pegado con cualquier excusa. ¡Aquel mismo día, la enfermiza bestia de mi padre apretó mi cuerpo -todavía desesperadamente endeble y débil- contra el suyo y me susurró que me había echado mucho de menos!.
No podía parar de llorar. ¿Éste era mi padre? ¿Sólo había tenido hijos para satisfacer sus deseos animales? ¿Por qué me había dado la vida?.
Mi experiencia en el hospital me había mostrado un camino para seguir viviendo. Por lo que a mí se refería, las inyecciones, las pastillas y los análisis de sangre eran preferibles a la vida al lado de mi padre. Así fue como empecé a autolesionarme, una y otra vez. En invierno solía remojarme en agua fría y luego salía a la nieve y al frío. En otoño tomaba comida caducada. Una vez, llevada por la desesperación, alargué el brazo para intentar que un pedazo de hierro que caía me seccionara la mano izquierda por la muñeca. (De no haber sido por un trozo de madera blanda que llevaba por debajo, sin duda hubiera perdido la mano.) En aquella ocasión me gané sesenta noches de seguridad. Entre las lesiones que me provocaba y las drogas que me hacían tomar crecí extremadamente delgada.
Más de dos años después mi madre consiguió un traslado y se vino a vivir con nosotros. Su llegada no afectó en lo más mínimo el deseo obsceno que mi padre sentía por mí. Decía que el cuerpo de mi madre estaba viejo y marchito y que yo era su concubina. Mi madre parecía desconocer la situación hasta que un día, a finales del mes de febrero, cuando mi padre me estaba azotando por no haberle comprado algo que quería, le grité por primera vez en mi vida, atrapada entre la tristeza y la ira:
-¿Quién te has creído que eres? ¡Pegas a quien te da la gana, maltratas a todo el mundo como quieres!.
Mi madre, que nos observaba desde un lado, me preguntó a qué me refería. En cuanto abrí la boca, mi padre dijo, mirándome fieramente:
-¡No digas tonterías!
Había llegado al límite y conté la verdad a mi madre. Vi que estaba terriblemente trastornada. Sin embargo, apenas unas horas más tarde, mi «razonable» madre me dijo:
-Tendrás que aguantarlo por la seguridad de toda la familia. Si no, ¿qué será de nosotros?
Mis esperanzas se vieron frustradas por completo. Mi propia madre me quería persuadir de que soportara los abusos de mi padre, su marido. ¿Dónde estaba la justicia en todo aquello?.
Aquella noche me subió la fiebre hasta los 40º Me volvieron a llevar al hospital, donde he permanecido hasta ahra. Esta vez no tuve que hacer nada por provocar la enfermedad. Sencillamente sufrí un colapso. Mi corazón se había colapsado. No tengo la menor intención de volver a lo que los demás llaman hogar.
Querida Yulong, ésta es la razón por la que no deseo ver a mi padre. ¿Qué clase de padre es? Mantengo la boca cerra¬da por mi hermano pequeño y mi madre (aunque ella no me quiere); sin mí siguen siendo la familia de antes.
¿Por qué dibujé una mosca, y por qué la hice tan bella? Porque echo de menos a una madre y a un padre de verdad; a una familia en la que poder ser niña y llorar en los brazos de mis progenitores; en la que poder dormir sana y salva en mi propia cama; en la que unas manos amorosas acaricien mi cabeza para consolarme después de una pesadilla. Desde mi más tierna infancia, jamás he sentido este amor. Lo esperaba y anhelaba con todas mis fuerzas, pero nunca lo tuve, y ya nunca lo tendré, pues tan sólo tenemos una madre y un padre.
Una vez, una pequeña y adorable mosca me enseñó el roce de unas manos cariñosas.
Querida Yulong, no sé qué haré después de esto. Tal vez iré a cuidarte, y a ayudarte como pueda. Sé hacer muchas cosas, y no tengo miedo a las privaciones, siempre y cuando pueda dormir tranquila. ¿Te importa que vaya a verte? Por favor, escríbeme y hazme saber tu decisión.
Me gustaría saber cómo estás. ¿Todavía practicas el ruso? ¿Tienes medicinas? Vuelve el invierno y tienes que cuidarte. Espero que me des una oportunidad de hacer las paces contigo y de hacer algo por ti. No tengo familia, pero espero poder ser una hermana pequeña para ti.
¡Te deseo felicidad y salud de todo corazón!
Te echo de menos.
Hongxue, 23 de agosto de 1975
Esta carta me conmovió profundamente y me resultó muy difícil mantener la compostura durante la emisión de la noche. Más tarde, muchos oyentes me escribieron preguntándome si había estado enferma.
Después de que hubiera finalizado mi programa, llamé a unos amigos para pedirles que pasaran por mi casa y vieron si mi hijo y su niñera estaban bien. Luego me acomodé en la oficina vacía y ordené los recortes. Y fue entonces cuando leí el diario de Hongxue.
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