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DOCUMENTO: "Una ventana al mundo" de Irene Khan

Amnistía Internacional, octubre del 2002.

Discurso pronunciado por Irene Khan, secretaria general de Amnistía Internacional, al recibir el premio Pilkington Una ventana al mundo, concedido por la organización británica Woman of the Year Lunch and Assembly, el pasado 14 de octubre.

Es un gran honor y un privilegio para mí recibir este premio.

He dedicado veintidos años de mi vida a la causa de los derechos humanos, y ahora que me encuentro aquí, me gustaría rendir un homenaje a la labor valiente e infatigable de mujeres de todo el mundo que están luchando para que todas las personas pueden disfrutar de los derechos humanos. Al galardonarme con este premio, están honrando a todas esas otras mujeres.

Mujeres como Radhia Nasraoui, de Túnez, que ha sido encarcelada, acosada y sometida a una vigilancia constante por su trabajo como abogada comprometida con los derechos humanos. Mujeres como Digna Ochoa, a quien quitaron la vida el año pasado en México porque se atrevió a hablar sobre la injusticia. Mujeres como Irene Fernandes, activista de derechos humanos malaisia y madre de tres hijos, que ha sido enjuiciada por elaborar un informe sobre los campos de reclusión para inmigrantes. Mujeres como la doctora Frances Lovemore, directora médica de una organización no gubernamental de Zimbabue, detenida por denunciar la tortura y las violaciones cometidas por motivos políticos. Hoy celebramos los logros de todas ellas mediante este acto.

Al aceptar este premio, me gustaría asimismo pensar que estamos dando voz a todas las mujeres cuyos derechos están siendo violados en prisiones, calabozos policiales o centros de detención, en sus hogares, sus comunidades o sus lugares de trabajo. Según datos del Banco Mundial, al menos una de cada cinco mujeres y niñas ha sufrido palizas o abusos sexuales durante su vida, una estadística ciertamente vergonzosa para el comienzo del siglo XXI.

Durante veintiún años trabajé con miles de mujeres refugiadas que habían sido violadas durante su huida, explotadas sexualmente en el país que les había brindado asilo por funcionarios corruptos, y expuestas a diversos peligros al ser obligadas a regresar a sus hogares en condiciones que no garantizaban su seguridad.

En mi trabajo con Amnistía Internacional, durante el pasado año he tenido que enfrentarme a muchos retos en el ámbito de la defensa de los derechos humanos, pero ninguno me ha conmovido tanto como el de las mujeres víctimas de violencia.

El mes pasado visité Burundi para hablar con el gobierno sobre las atrocidades que el ejército y los grupos armados de oposición están cometiendo allí. Burundi es un país diminuto en el corazón de África, olvidado por el resto del mundo, donde una guerra civil se ha cobrado miles de vidas durante los últimos diez años. Vi y oí cosas espantosas, pero nada me causó mayor conmoción que saber, por las declaraciones de un representante de la ONU, que una reciente encuesta ha puesto de manifiesto que una proporción muy elevada de niñas son violadas en Burundi antes de alcanzar los 18 años de edad. Se pudo constatar nuevamente que las mujeres y las niñas son las primeras víctimas de la guerra y, me temo que también las más olvidadas.

Pero las mujeres tampoco están seguras en tiempo de paz. En Pakistán, cientos de mujeres mueren a manos de sus padres o hermanos en el nombre del honor. En la India, se quema en la pira a las novias que no pueden aportar una dote suficiente. En algunos lugares de África, las niñas son sometidas a una mutilación genital en nombre de la religión y la cultura. En Nigeria, todavía hoy una mujer llamada Amina Lawwal aguarda la ejecución de su condena a morir lapidada por haber alumbrado a un hijo fuera del matrimonio. En Arabia Saudí, quince niñas perdieron la vida en un incendio escolar: no les permitieron abandonar el recinto por no llevar cubierta la cabeza y (porque los varones de sus familias ni siquiera estaban allí para recibirlas).

Para muchas mujeres su casa es un infierno, incluso en las sociedades opulentas. Aquí, en este país, la policía recibe al menos un llamada por minuto pidiendo ayuda pública contra la violencia doméstica. En Estados Unidos, una mujer sufre malos tratos cada 15 segundos y otras 700.000 son violadas todos los años.

La violencia contra la mujer se alimenta de una cultura extendida por todo el mundo que, pese a la Declaración Universal de Derechos Humanos, a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, y a otros tratados, leyes y declaraciones, niega a la mujer la igualdad de derechos con respecto al hombre. Esto debe acabar. Tras los abusos sufridos por las mujeres subyace una discriminación perpetuada por los gobiernos y la sociedad -y aquí todos somos responsables en parte-, los líderes políticos, empresariales y sociales, los medios de comunicación y la gente de la calle.

Amnistía Internacional lleva años trabajando para erradicar la tortura y otros abusos contra los derechos humanos. Como primera mujer que ocupa el cargo de secretaria general de Amnistía Internacional, he hecho de la campaña mundial para combatir la violencia contra la mujer uno de mis objetivos personales. Al honrarme hoy con este galárdón, creo que han contribuido a llamar poderosamente la atención sobre esta labor.

En el día de hoy estamos celebrando los logros de la mujer -celebramos en realidad la esperanza- y, por ello, permítanme que concluya contándoles la historia de una mujer normal que abriga una esperanza extraordinaria. Su nombre es Zubaida, es afgana y la conocí el pasado diciembre en un campo de refugiados en la frontera con Pakistán. Llevaba puesta una burka sucia y raída que le cubría de pies a cabeza, aunque tenía una abertura a la altura de los ojos. La encontré con un bebé en brazos, sentada junto a su esposo. Le pregunté qué pensaba hacer cuando regresase. Esperaba que me hablase de su bebé y su esposo, como habían hecho las otras mujeres del campo. En vez de ello, me miró y me dijo si dudar, «voy a volver a casa para estudiar ciencias y ser científica». Se trataba de una pobre mujer analfabeta que regresaba a un país devastado por diez años de guerra pero que no había abandonado su sueño, y mientras ella conserve la esperanza, nosotros no podemos perderla. Las mujeres como ella inspiran a las mujeres como vosotras y como yo.

Así pues, en nombre de las mujeres dedicadas a la defensa de los derechos humanos y de aquellas otras que sufren abusos contra tales derechos en todo el mundo, pero que siguen abrigando la esperanza de una vida mejor, acepto hoy este premio. Gracias.

 

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