PRIMER ESTADIO DE REALIDAD: LAS SOMBRAS
Según el simbolismo platónico, podríamos pensar que los hombres nacen encadenados a determinados esquemas propios de la época en que viven y desde los que contemplan su vida. Esta interpretación plantea un problema de extraordinaria modernidad. Como si el pensamiento, lo que verdaderamente somos, dependiese de algo que está fuera de nosotros mismos y que nos condiciona y determina.
Para los prisioneros de la caverna, el mundo es lo que ven. La verdadera realidad está, sin embargo, en otra parte. Al menos, es lo que nos hace creer el narrador del mito. Los condenados a ver lo que otros les muestran sólo conocen el mundo por su apariencia. Una apariencia sin sustancia, sin cuerpo y reflejada en la sombra (sombras inanes).
En ese primer estadio, los hombres sólo ven imágenes; pero oyen también las palabras, las que ellos se dicen y las que vienen de las conversaciones detrás de la pared por donde pasan quienes transportan los objetos. Seguramente, personajes parecidos a éstos tendrán la misión de atizar el fuego para que no se acabe el tinglado de la engañadora iluminación y de las engañosas sombras. Sí traspasamos esta frontera del mito y de su simbolismo, podemos pensar que aquí se habla de conocimiento y de saber. Los encadenados son todos los seres humanos, sujetos a lo que sus sentidos filtran del mundo. Estamos, pues, atados a un momento del mundo y de la historia. Lo que vemos es lo que nuestro presente nos deja ver. Y eso que se nos deja ver, con independencia de las naturales limitaciones de nuestros sentidos, es, en buena parte, lo que el lenguaje en el que nacemos y las instituciones familia, escuelas, centros docentes, etc. nos enseñan. Ésa es, en cierto sentido, nuestra caverna. Una caverna que, en principio, no tiene que ser algo negativo, porque es el mundo en el que, queramos o no, nos encontramos.
La lengua que hablamos es un poco como las sombras de nuestra caverna personal desde la que vemos el mundo. Lo que sabemos y lo que podamos saber arranca del reflejo que es esa lengua en la que hemos nacido. Pero, al mismo tiempo, hay en nuestros días, por el desarrollo de los medíos de comunicación, una forma de experiencia que no tuvieron los hombres de otras épocas no muy lejanas. A través del cine y, sobre todo, de la televisión, los hombres de nuestro tiempo pueden «ver» lo que jamás pudieron imaginar las generaciones que nos precedieron.
Todavía no hace muchos años, nuestros ojos para ver tenían que mirar a donde les llevara nuestro cuerpo. Era un ver inmediato, natural, humano. Veíamos el mundo real; el mundo de las cosas. Pero hoy podemos ver, sin tener que estar allí donde vemos. La televisión nos hace ver, muchas veces, imágenes sin sustento en lo real, y sin que nuestro cuerpo tenga que moverse de donde está para percibir « visiones» . Una forma más refinada, y si no somos conscientes de su refinamiento, más insidiosa y cavernosa.
Es cierto, pues, que ya el lenguaje y el tiempo en que vivimos son una limitación; constituyen, en parte, una caverna. Pero una caverna de la que, aunque no podamos suprimirla, sí podemos escapar. Esa escapada es el proceso de conocimiento, la larga marcha de la curiosidad y el asombro que está puesto en la misma naturaleza humana como origen del progreso y del saber. Pero el reto que plantea la huida de la caverna se presenta también en nuestros días ante lo que, siendo un prodigioso invento, producto de la inteligencia y la creatividad, puede, a veces, convertirse en una caverna artificial dentro de la natural e indestructible caverna de nuestro mundo y de nuestra época.
Para los prisioneros de la caverna, el mundo es lo que ven. La verdadera realidad está, sin embargo, en otra parte. Al menos, es lo que nos hace creer el narrador del mito. Los condenados a ver lo que otros les muestran sólo conocen el mundo por su apariencia. Una apariencia sin sustancia, sin cuerpo y reflejada en la sombra (sombras inanes).
En ese primer estadio, los hombres sólo ven imágenes; pero oyen también las palabras, las que ellos se dicen y las que vienen de las conversaciones detrás de la pared por donde pasan quienes transportan los objetos. Seguramente, personajes parecidos a éstos tendrán la misión de atizar el fuego para que no se acabe el tinglado de la engañadora iluminación y de las engañosas sombras. Sí traspasamos esta frontera del mito y de su simbolismo, podemos pensar que aquí se habla de conocimiento y de saber. Los encadenados son todos los seres humanos, sujetos a lo que sus sentidos filtran del mundo. Estamos, pues, atados a un momento del mundo y de la historia. Lo que vemos es lo que nuestro presente nos deja ver. Y eso que se nos deja ver, con independencia de las naturales limitaciones de nuestros sentidos, es, en buena parte, lo que el lenguaje en el que nacemos y las instituciones familia, escuelas, centros docentes, etc. nos enseñan. Ésa es, en cierto sentido, nuestra caverna. Una caverna que, en principio, no tiene que ser algo negativo, porque es el mundo en el que, queramos o no, nos encontramos.
La lengua que hablamos es un poco como las sombras de nuestra caverna personal desde la que vemos el mundo. Lo que sabemos y lo que podamos saber arranca del reflejo que es esa lengua en la que hemos nacido. Pero, al mismo tiempo, hay en nuestros días, por el desarrollo de los medíos de comunicación, una forma de experiencia que no tuvieron los hombres de otras épocas no muy lejanas. A través del cine y, sobre todo, de la televisión, los hombres de nuestro tiempo pueden «ver» lo que jamás pudieron imaginar las generaciones que nos precedieron.
Todavía no hace muchos años, nuestros ojos para ver tenían que mirar a donde les llevara nuestro cuerpo. Era un ver inmediato, natural, humano. Veíamos el mundo real; el mundo de las cosas. Pero hoy podemos ver, sin tener que estar allí donde vemos. La televisión nos hace ver, muchas veces, imágenes sin sustento en lo real, y sin que nuestro cuerpo tenga que moverse de donde está para percibir « visiones» . Una forma más refinada, y si no somos conscientes de su refinamiento, más insidiosa y cavernosa.
Es cierto, pues, que ya el lenguaje y el tiempo en que vivimos son una limitación; constituyen, en parte, una caverna. Pero una caverna de la que, aunque no podamos suprimirla, sí podemos escapar. Esa escapada es el proceso de conocimiento, la larga marcha de la curiosidad y el asombro que está puesto en la misma naturaleza humana como origen del progreso y del saber. Pero el reto que plantea la huida de la caverna se presenta también en nuestros días ante lo que, siendo un prodigioso invento, producto de la inteligencia y la creatividad, puede, a veces, convertirse en una caverna artificial dentro de la natural e indestructible caverna de nuestro mundo y de nuestra época.
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