LECTURA: UN REQUIEM SATÁNICO
Autor: Louis Begley
Para Thomas Hobbes, el filósofo inglés del siglo xvii, el hombre es un lobo para el hombre. Para este testigo de la Guerra de los Treinta Años el mal era el pecado originario de la especie humana. Pensadores posteriores, de Rousseau a Marx, en cambio, confiaron en 1a bondad del hombre, que bastaría con descubrir y fomentar. Al escritor norteamericano Louis Begley, de 61 años, destacado humanista y filántropo, le gustaría albergar este optimismo de generaciones enteras de intelectuales. Sin embargo, el siglo xx, - definido a menudo como la «era de la técnica», aparece a sus ojos como un infierno de crímenes y muerte. Begley da cuenta del siglo XX estableciendo una escueta lista de las guerras y las masacres, los pogromos y los actos de violencia, que se han sucedido en él. Finalmente, este compendio de horrores le lleva a reconocer amargamente que «tenemos una disposición fundamental a hacer el mal e inferir sufrimiento». Esto sería casi banal si Begley no dejase traslucir su propia experiencia de sufrimiento: nacido en 1933 en Polonia sobrevivió al Holocausto sólo gracias a una documentación falsificada y emigró a América en 1947. Allí el joven judío Ludwik Begleiter se convirtió en el prominente abogado Louis Begley. Su tardía primera novela, sitúa el bestseller Mentiras en tiempo de guerra (1994), da testimonio de una infancia permanentemente acosada por la violencia. El presente texto de Begley sitúa el Holocausto en el marco de los desastres del siglo sin relativizarlo. Y finaliza con un llamamiento simple, pero avalado por el horror conocido: «Inexcusablemente debemos aprender a reconocer en el otro a nuestro hermano, a nuestra hermana».
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Nací en 1933, entre las dos guerras mundiales, en una pequeña localidad que había pertenecido a Galitzia hasta la desaparición del Imperio Austrohúngaro. Mis abuelos y mis padres eran ciudadanos austríacos. Los primeros eran demasiado mayores para haber combatido en la primera guerra mundial y mi padre -nacido en 1899- demasiado joven. Sin embargo, mi padre ya habría podido tomar parte en los combates fronterizos entre la recién creada Polonia, la Rusia soviética y Ucrania, que estallaron tras la firma del acuerdo de paz de Brest-Litovsk y que sólo acabaron en 1921 con la Paz de Riga, pero entonces no se encontraba en el país, pues estaba estudiando Medicina en Viena.
La primera guerra mundial y la posterior lucha de las brigadas de Josef Pilsudsky contra las fuerzas armadas bolcheviques al mando de Budionny y Tujachesky (el primero todavía mandó tropas soviéticas durante la segunda guerra mundial, el segundo cayó en 1937 en el curso de las purgas ordenadas por Stalin) fueron en mi infancia temas constantes de conversación hasta que nuevas guerras libradas en nuestro entorno nos proporcionaron nuevos temas de conversación. Los padres de mi padre permanecieron en su ciudad natal de Galitzia y vivieron allí el avance ruso en la etapa inicial de la primera guerra mundial y luego también la retirada de las tropas rusas. Los padres de mi madre, más ricos, huyeron por miedo a los pogromos que tenían lugar regularmente cada vez que tropas zaristas ocupaban el país.
Cogieron a su hija de cinco años y se fueron a Brünn, en Moravia. Cuando mi madre regresó a su ciudad natal, Rzeszów, sólo hablaba alemán y tuvo que volver a aprender el polaco.
Hoy en día resulta difícil comprender que la primera guerra mundial se prolongase desde el 1 de agosto de 1914 hasta el 11 de noviembre de 1918 y que no se iniciasen negociaciones de paz inmediatamente después de la batalla del Marne. Las esperanzas alemanas de una rápida victoria se habían ido a pique; en el Este los ejércitos de los Habsburgo se desintegraban: ni la ideología ni la religión separaban a los principales contendientes. Y sin embargo las fuerzas armadas de los Aliados y de las Potencias Centrales persistieron en su obstinada contienda como titanes demoníacos salidos de una pesadilla goyesca. Unos ocho millones y medio de soldados murieron en todos los frentes. Sólo en Verdun perdieron la vida 130.000.
En el período que va de la Paz de Riga de 1921 a la invasión alemana del 1 de septiembre de 1939 Polonia permaneció en paz, salvo el vergonzoso momento en que intentó sacar provecho de la destrucción de Checoslovaquia por Alemania y se apoderó del disputado distrito industrial de Teschen.
En otras partes del mundo, no obstante, la muerte obtuvo una abundante cosecha entre las dos guerras mundiales.
Se calcula que durante la revolución rusa y la posterior guerra civil entre los ejércitos rojo y blanco perdieron la vida unos 10 millones de personas. En nombre de Lenin y Stalin murieron en el curso de la colectivización forzosa de la agricultura, de las deportaciones y del terror político, entre 1922 y el 22 de junio de 1941, otros 20 millones aproximadamente. Justo ese día Hitler puso en marcha la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética, que costó la vida a innumerables sol¬dados y civiles rusos.
Tras la capitulación de Alemania en la hora cero del 8 de mayo de 1945, Rusia se encaminó a una nueva época de terror. Desde el final de la guerra hasta el hundimiento de la Unión Soviética el sistema del Gulag exigió millones de víctimas, entre las cuales muchos prisioneros de guerra rusos que habían sobrevivido a los campos alemanes y que habían regresado a su patria.
En este recuento no puede olvidarse el precio que impusieron más de 70 años de locura marxista-leninista a todos los ciudadanos soviéticos. Las víctimas de los conflictos de frontera entre los países del antiguo imperio soviético -baste recordar aquí Armenia, Azerbaiyán y Chechenia- no han sido todavía calculadas con exactitud.
Con el comienzo de los años treinta el repertorio de la violencia en todo el mundo aumenta de manera tan terrible que sólo es posible destacar algunos sombríos puntos luminosos, comparables a un réquiem satánico. Los franceses reprimieron cruelmente las aspiraciones de independencia en el Magreb. La indignación ante la guerra civil española (se estima que murieron en ella como mínimo 600.000 personas) nos la marcaron para siempre en la conciencia las bocas que gritan mudas en el Guernica de Picasso.
Esta guerra me afectó muy directamente. Un pariente nuestro, excéntrico y ya mayor, quería ir a luchar con el bando republicano y que lo lanzasen como un torpedo humano contra los barcos nazis y fascistas. Su propósito fracasó, pero de hecho los pilotos de la Marina japonesa hicieron algo muy parecido cuando la derrota de su país en la guerra naval estaba ya prácticamente consumada.
La invasión de Etiopía por Italia fue un preludio del escándalo siempre recurrente de este siglo sombrío: soldados incapaces, pero fuertemente armados, pudieron vanagloriarse de haber masacrado a civiles negros inermes. Más de 700.000 personas encontraron la muerte. Pero lo fácilmente que un pueblo a todas luces pacífico y amable puede aprender a ejercer la violencia y la crueldad brutal lo demuestran las guerras libradas por los etíopes entre sí tras la caída del emperador Haile Selassie.
Volvamos a los años treinta: Hitler, apoyado por las élites de la industria y el mundo financiero, así como por los intelectuales de Alemania, había ido acrecentando su poder y peligrosidad. Hitler predicaba, sin careta ni disfraz, la injusticia, la violencia, el odio y la intolerancia. Cincuenta años después de la capitulación del Tercer Reich seguramente no es necesario recordarles a los alemanes la vergüenza del régimen nazi ni la bestialidad de la guerra que Alemania desencadenó bajo el dominio nazi no sólo contra las naciones vecinas, sino en realidad contra la humanidad.
Pero el respeto a las víctimas me exige, no obstante, evocar algunos nombres: Dachau, Bergen-Belsen, Buchenwald, Mauthausen, Ravensbrück, Sachsenhausen, Auschwitz, Treblinka. Unos seis millones de judíos (de ellos, tres millones de judíos polacos) fueron asesinados por los alemanes en los campos de concentración, en ejecuciones masivas y en las prisiones.
La guerra ocasionó además aproximadamente siete millones de víctimas del lado alemán (soldados en todos los frentes y civiles muertos a causa de los bombardeos aéreos). Más de diez millones de soldados aliados -la gran mayoría de ellos rusos- murieron en los campos de batalla europeos. Ciudades de toda Europa quedaron reducidas a cenizas y escombros.
En el Lejano Oriente, en China, causó estragos intermitentemente una mortífera guerra civil desde la época de Sun Yat Sen hasta el final de la revolución cultural de Mao Tse Tung. La historia de las crueldades japonesas en China aún no es conocida en toda su dimensión: hace pocas semanas se dieron a conocer nuevas informaciones acerca de experimentos médicos de los japoneses con prisioneros chinos, incluyendo vivisecciones y experimentos en seres humanos con armas biológicas y gases tóxicos. Se estima que perecieron entre 20 y 30 millones de chinos, manchures y coreanos ya antes de que los japoneses atacasen Pearl Harbour. La brutalidad de las batallas en el Pacífico y en el continente asiático fue impresionante: las bajas se sitúan en conjunto en unos cuatro millones y medio de personas entre japoneses, chinos y aliados. Esta guerra culminó con el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Luego de esto, Japón capituló y la segunda guerra mundial finalizó. Habían pasado 31 años desde el estallido de la primera guerra mundial.
Tras el final de los combates los aliados no firmaron ningún tratado de paz con Alemania. Aquello fue un mal presagio: el ciclo de violencia, odio y destrucción no ha hecho sino repetirse en los 50 años posteriores.
La lista de los conflictos armados y de las masacres es tan abultada que sólo es posible nombrar algunos de ellos, de la misma manera que en los monumentos a las víctimas de las guerras que hay en casi todas las ciudades europeas sólo figuran los nombres de algunos de los soldados caídos en las guerras mundiales. Así, habría que referirse a la guerra entre el Kuomintang y los ejércitos comunistas en China; a las guerras entre Israel y sus vecinos en 1948-49, 1956, 1967 y 1982, sin olvidar la invasión del Líbano en 1982; a las guerras libradas por Francia en Indochina y Argelia; a la guerra entre India y Pakistán por la región de Cachemira; a la guerra de Estados Unidos en Vietnam, cuya falta de sentido ha reconocido hace poco Robert McNamara, uno de sus máximos responsables; al asesinato de millones de personas en los campos de la muerte de Camboya por Pol Pot; a la prolongada e irresuelta guerra entre Irán e Irak; a la guerra aún no acabada en Afganistán, que tal vez será recordada como el golpe de gracia que acabó con la Unión Soviética.
Algunos de estos conflictos de la época de postguerra han tenido consecuencias que trascienden a la pérdida de vidas y a la devastación de países enteros. Por ejemplo, han legitimado un terrorismo de dimensiones completamente insospechadas: atentados de intencionalidad política contra civiles, como la matanza que tiene lugar en Argelia; atentados terroristas de la OLP y de otras organizaciones árabes o asociadas como el ataque a los deportistas de la ciudad olímpica de Munich; ametrallamiento de viajeros en aeropuertos; coches-bomba y comandos suicidas; secuestro y destrucción de aviones de líneas aéreas regulares; actividades de bandas izquierdistas y anarquistas de Alemania Occidental; el ataque con gas venenoso contra el metro de Tokio; o finalmente el atentado con bomba a un edificio gubernamental en la ciudad de Oklahoma, que albergaba entre sus dependencias a una guardería infantil.
En los Estados Unidos la guerra de Vietnam ha dejado tras de sí una destructiva y peligrosa herencia de desconfianza contra las instituciones políticas. Los intentos de Israel de prevenir los ataques de los estados vecinos y de mantener a raya a los terroristas árabes han alentado el auge de determinados grupos extremistas israelíes y han comportado también la comisión por parte de la policía y el ejército israelíes de acciones en los territorios ocupados y en Líbano que están en total contradicción con la moral y la tradición judías.
La descolonización que siguió a la segunda guerra mundial llevó al Medio Oriente y a África poca paz y menos felicidad: en lugar de la dominación extranjera apareció la tiranía de regímenes corruptos y sangrientos: Siria, Irak, Zaire, Uganda y Nigeria son sólo algunos ejemplos en este sentido. Por su parte, el colapso postcolonial del orden ha conducido una y otra vez a masacres de tribus enteras, como ha sucedido recientemente en Ruanda y Burundi. Liberia no era una colonia, pero ha destacado igualmente en el asesinato de sus propios hijos. La política de apartheid practicada en Suráfrica después de la segunda guerra mundial, hoy felizmente superada, fue un ejemplo espantoso de injusticia institucionalizada, violencia, odio e intolerancia.
En América Latina ya no hay dictaduras militares, pero entre los años sesenta y finales de los ochenta pro¬liferaron las «guerras sucias» -un neologismo grotesco. La policía y el ejército perfeccionaron sus técnicas de tortura de los adversarios políticos, llegando a una auténtica maestría del rebajamiento humano. Las guerrillas urbanas acrecentaron su poder, y hubo grupos de población indígena que fueron diezmados.
¿Cómo puede seguir viviendo una persona que haya sido torturada o cuyos hijos, marido o mujer hayan sido torturados o incluso asesinados, si el torturador vive en la puerta de al lado? ¿Y cómo se puede llevar tranquila¬mente a los hijos a la playa o a esquiar si se sabe que existen comandos asesinos -formados por policías de civil- que matan a indefensos niños abandonados, a los niños de la calle? Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, Guatemala y otros países de Centroamérica y Suramérica han llegado a cotas notables en este terreno.
Cabría pensar, a estas alturas, que el Holocausto ha enseñado a todos los hombres y mujeres lo odioso que es el racismo. Y de hecho se produjo una revolución pacífica: el Tribunal Supremo de Estados Unidos y tras él la justicia americana en general han desmontado el vergonzoso sistema de la discriminación racial en Norteamérica. Sin embargo, no se puede decir que el final de la segregación fuese también el final del conflicto racial en mi país.
A las imágenes de turbas entregadas a linchamientos les han seguido insoportables imágenes de disturbios raciales como los del Watts y Miami y ha aparecido un nuevo estereotipo, el de la violencia de criminales negros contra los blancos. No hace mucho un cono¬cido periodista del Washington Post ha publicado un diario de su juventud en el que describe vivamente y con detalle cómo él mismo y sus amigos golpearon y patearon a un compañero de clase sólo porque el muchacho tenía la piel blanca.
Históricamente los judíos han estado en la vanguardia de la lucha en favor de la plenitud de derechos civiles para los americanos negros. Actualmente, sin embargo, asistimos en Estados Unidos al desconcertante y paradójico fenómeno de la aparición de un antisemitismo negro, cuyo exponente más conocido es sin duda el predicador del odio Louis Farrakhan. Este veneno parece extenderse sobre todo entre la nueva clase media negra.
En los últimos años se han cometido atrocidades contra los turcos en Alemania, contra los gitanos en Centroeuropa y Europa oriental y contra los árabes en Francia. Aun cuando son bien pocos los judíos que viven hoy en Alemania, no por ello deja de aumentar el antisemitismo y el vandalismo contra los judíos; jóvenes neonazis y matones agresivos realizan «hazañas» mientras que viejos profesores deforman la historia del Holocausto en nombre de una supuesta objetividad histórica. Su propósito es disminuir la trascendencia y significación del Holocausto, difuminando el horror sin par del Tercer Reich.
De todos los genocidas que han ensangrentado nuestro siglo, sólo los del Tercer Reich llevaron a cabo su mortífero cometido en nombre de una política de estado reconocida y proclamada. En ningún otro lugar ha sido la persecución y exterminio de un pueblo asunto de la rutina burocrática gubernamental. Está moralmente ciego aquel que no pueda ver que existe una diferencia cualitativa entre lo acaecido en los campos de concentración alemanes -con sus cámaras de gas y sus hornos crematorios y sus numerosas actividades secundarias y derivadas como la recogida del cabello de las mujeres y de los dientes de oro, que se arrancaban a los cadáveres, o la elaboración de objetos con piel humana- y otros crímenes repugnantes como las masacres de que fue objeto la población armenia, cometidas por las turbas e instigadas por las autoridades de Turquía, o el trato brutal de los prisioneros del Gulag.
Las agresiones de una brutalidad inaudita y cada vez más frecuentes son otro síntoma de la difusión del virus de la violencia. Los asesinatos de prostitutas por Jack el Destripador en el Londres de final del siglo pasado quedan pálidos en comparación con la serie de crímenes con tortura y canibalismo cometidos en Estados Unidos en los últimos años, las masacres ocasionadas por criminales que disparan con armas automáticas sobre la multitud, la silenciosa crueldad de los francotiradores que eligen a sus víctimas en un pacífico campus universitario o el ataque con gases venenosos en el metro de Tokio.
Vivimos en una época en la que la medicina moderna nos facilita sobremanera la existencia: la viruela, la parálisis infantil y la difteria han sido prácticamente erradicadas; los antibióticos pueden curar muy rápidamente enfermedades que antes eran prácticamente una condena segura a muerte; las intervenciones quirúrgicas son indoloras y se han hecho posibles operaciones que en mi no tan remota infancia eran totalmente inimaginables. La esperanza de vida ha aumentado enormemente, salvo en los países más pobres, y finalmente parece incluso posible asegurar la alimentación a una población mundial que aumenta permanentemente. Y, sin embargo, esta época nuestra de extraordinarios avances técnicos y médicos para el mantenimiento y prolongación de la vida humana y la lucha contra el dolor se caracteriza también, a la vez, por un desprecio con frecuencia espantoso y sádico por la vida humana.
¿Y qué decir del hecho de que las mismas sociedades ricas que se estremecen ante la epidemia del sida y que dedican tan cuantiosos recursos a la investigación relacionada con este mal reaccionen al mismo tiempo con abierta pasividad, con indiferencia y aburrimiento apenas velados ante los genocidios que se cometen en Bosnia, Sri Lanka, Ruanda, en los territorios habitados por kurdos o en Chechenia, ante la comprobada práctica de la tortura en las prisiones de Turquía, Irán, Irak, Indonesia y China, ante las hambrunas de Abisinia o Somalia? ¿Cómo es que hay tanta violencia, injusticia y odio a pesar de que las informaciones que proporciona la televisión las 24 horas del día hacen imposible seguir pasando por alto sus consecuencias?
En una escena del Rey Lear de Shakespeare dice Gloucester, al que habían dejado ciego por haber per¬manecido fiel a su rey:
[...] lo que las moscas son para los ociosos muchachos es lo que somos nosotros para los dioses; nos matan por gusto.
En estas líneas se contiene toda una -terriblemente exacta- cosmogonía; la visión de un mundo regido por dioses que quieren el mal y por hombres que, a imi¬tación de esos dioses, mutilan y matan a otros hombres.
No albergo duda alguna de que tenemos una disposición humana fundamental a hacer el mal e inferir sufrimiento. Igualmente fundamental es nuestra indiferencia hacia el sufrimiento de los otros, a no ser que nos reconozcamos en ellos de una manera tan certera que un golpe propinado a ellos nos afecte también a nosotros.
Mayoritariamente nos vemos contenidos por la educación (de la que en ocasiones forma parte una orientación derivada de principios religiosos bienintencionados) y -en la medido en que vivamos en sociedades estables y bien administradas- también por leyes que previenen y castigan la comisión de actos de violencia. Y, sin embargo, ¡cuántas religiones no habrán sido culpables, por su pretensión de detentar validez exclusiva, de que se haya torturado y muerto a personas en nom¬bre de este o aquel dios!
Debemos trabajar para que las sociedades basadas en la democracia y el Estado de derecho se extiendan. Pero eso no basta. Debemos abrir también nuestros endurecidos corazones.
Una cosa me parece segura: la injusticia y la violencia contra el otro, contra el extraño, y nuestra indiferencia, que nos permite mirar sin dificultad a otro lado, hunden sus raíces en nuestra incapacidad para reconocer la humanidad inherente al otro, al extraño, en el sentido más profundo de la palabra. Percibimos sin duda -y valoramos habitualmente poco- todo lo que es extraño en el otro, todo lo que le distingue de nosotros mismos y de los de nuestra condición: color de la piel, idioma, religión, ideología, peculiaridades culturales. Tomamos como pretexto estos rasgos que valoramos como incómodos e incluso como desagradables para ignorar todo lo que tenemos en común con el otro. De esta manera ha podido tolerar durante siglos la Iglesia Católica el comercio de esclavos y la esclavitud, porque tenía por absurdo que hombres y mujeres de piel negra tuviesen un alma inmortal y pudiesen ser, por tanto, humanos en plenitud.
Ciertamente no se habría llegado al Holocausto -y desde luego los alemanes no habrían apoyado o aceptado que los nazis matasen a los judíos; al fin y al cabo al principio las víctimas fueron los propios vecinos alemanes, las familias judías de al lado- si hubiesen tenido presente que los judíos eran personas como ellos. Naturalmente, la sofisticada estrategia de las doctrinas nazis y de la propaganda nazi tenía como objetivo pri¬var a los judíos de su humanidad, negarles la condición humana.
Inexcusablemente debemos aprender a reconocer en el otro a nuestro hermano o nuestra hermana. Si no lo hacemos así difícilmente tendremos el coraje necesario para cerrar el paso a aquellos que querrían hacerles daño. Sería bueno en este sentido que nos percatemos de que la diversidad humana es un motivo de alegría: es enriquecedora para el mundo y para nuestra experiencia. Seguramente nadie querría que existiese en el mundo sólo una especie de flores, pájaros o peces. La infinita diversidad de las especies no la percibimos como una amenaza. Deberíamos tratar de acoger a nuestros congéneres humanos con la misma curiosidad, tolerancia y alegría.
Para Thomas Hobbes, el filósofo inglés del siglo xvii, el hombre es un lobo para el hombre. Para este testigo de la Guerra de los Treinta Años el mal era el pecado originario de la especie humana. Pensadores posteriores, de Rousseau a Marx, en cambio, confiaron en 1a bondad del hombre, que bastaría con descubrir y fomentar. Al escritor norteamericano Louis Begley, de 61 años, destacado humanista y filántropo, le gustaría albergar este optimismo de generaciones enteras de intelectuales. Sin embargo, el siglo xx, - definido a menudo como la «era de la técnica», aparece a sus ojos como un infierno de crímenes y muerte. Begley da cuenta del siglo XX estableciendo una escueta lista de las guerras y las masacres, los pogromos y los actos de violencia, que se han sucedido en él. Finalmente, este compendio de horrores le lleva a reconocer amargamente que «tenemos una disposición fundamental a hacer el mal e inferir sufrimiento». Esto sería casi banal si Begley no dejase traslucir su propia experiencia de sufrimiento: nacido en 1933 en Polonia sobrevivió al Holocausto sólo gracias a una documentación falsificada y emigró a América en 1947. Allí el joven judío Ludwik Begleiter se convirtió en el prominente abogado Louis Begley. Su tardía primera novela, sitúa el bestseller Mentiras en tiempo de guerra (1994), da testimonio de una infancia permanentemente acosada por la violencia. El presente texto de Begley sitúa el Holocausto en el marco de los desastres del siglo sin relativizarlo. Y finaliza con un llamamiento simple, pero avalado por el horror conocido: «Inexcusablemente debemos aprender a reconocer en el otro a nuestro hermano, a nuestra hermana».
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Nací en 1933, entre las dos guerras mundiales, en una pequeña localidad que había pertenecido a Galitzia hasta la desaparición del Imperio Austrohúngaro. Mis abuelos y mis padres eran ciudadanos austríacos. Los primeros eran demasiado mayores para haber combatido en la primera guerra mundial y mi padre -nacido en 1899- demasiado joven. Sin embargo, mi padre ya habría podido tomar parte en los combates fronterizos entre la recién creada Polonia, la Rusia soviética y Ucrania, que estallaron tras la firma del acuerdo de paz de Brest-Litovsk y que sólo acabaron en 1921 con la Paz de Riga, pero entonces no se encontraba en el país, pues estaba estudiando Medicina en Viena.
La primera guerra mundial y la posterior lucha de las brigadas de Josef Pilsudsky contra las fuerzas armadas bolcheviques al mando de Budionny y Tujachesky (el primero todavía mandó tropas soviéticas durante la segunda guerra mundial, el segundo cayó en 1937 en el curso de las purgas ordenadas por Stalin) fueron en mi infancia temas constantes de conversación hasta que nuevas guerras libradas en nuestro entorno nos proporcionaron nuevos temas de conversación. Los padres de mi padre permanecieron en su ciudad natal de Galitzia y vivieron allí el avance ruso en la etapa inicial de la primera guerra mundial y luego también la retirada de las tropas rusas. Los padres de mi madre, más ricos, huyeron por miedo a los pogromos que tenían lugar regularmente cada vez que tropas zaristas ocupaban el país.
Cogieron a su hija de cinco años y se fueron a Brünn, en Moravia. Cuando mi madre regresó a su ciudad natal, Rzeszów, sólo hablaba alemán y tuvo que volver a aprender el polaco.
Hoy en día resulta difícil comprender que la primera guerra mundial se prolongase desde el 1 de agosto de 1914 hasta el 11 de noviembre de 1918 y que no se iniciasen negociaciones de paz inmediatamente después de la batalla del Marne. Las esperanzas alemanas de una rápida victoria se habían ido a pique; en el Este los ejércitos de los Habsburgo se desintegraban: ni la ideología ni la religión separaban a los principales contendientes. Y sin embargo las fuerzas armadas de los Aliados y de las Potencias Centrales persistieron en su obstinada contienda como titanes demoníacos salidos de una pesadilla goyesca. Unos ocho millones y medio de soldados murieron en todos los frentes. Sólo en Verdun perdieron la vida 130.000.
En el período que va de la Paz de Riga de 1921 a la invasión alemana del 1 de septiembre de 1939 Polonia permaneció en paz, salvo el vergonzoso momento en que intentó sacar provecho de la destrucción de Checoslovaquia por Alemania y se apoderó del disputado distrito industrial de Teschen.
En otras partes del mundo, no obstante, la muerte obtuvo una abundante cosecha entre las dos guerras mundiales.
Se calcula que durante la revolución rusa y la posterior guerra civil entre los ejércitos rojo y blanco perdieron la vida unos 10 millones de personas. En nombre de Lenin y Stalin murieron en el curso de la colectivización forzosa de la agricultura, de las deportaciones y del terror político, entre 1922 y el 22 de junio de 1941, otros 20 millones aproximadamente. Justo ese día Hitler puso en marcha la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética, que costó la vida a innumerables sol¬dados y civiles rusos.
Tras la capitulación de Alemania en la hora cero del 8 de mayo de 1945, Rusia se encaminó a una nueva época de terror. Desde el final de la guerra hasta el hundimiento de la Unión Soviética el sistema del Gulag exigió millones de víctimas, entre las cuales muchos prisioneros de guerra rusos que habían sobrevivido a los campos alemanes y que habían regresado a su patria.
En este recuento no puede olvidarse el precio que impusieron más de 70 años de locura marxista-leninista a todos los ciudadanos soviéticos. Las víctimas de los conflictos de frontera entre los países del antiguo imperio soviético -baste recordar aquí Armenia, Azerbaiyán y Chechenia- no han sido todavía calculadas con exactitud.
Con el comienzo de los años treinta el repertorio de la violencia en todo el mundo aumenta de manera tan terrible que sólo es posible destacar algunos sombríos puntos luminosos, comparables a un réquiem satánico. Los franceses reprimieron cruelmente las aspiraciones de independencia en el Magreb. La indignación ante la guerra civil española (se estima que murieron en ella como mínimo 600.000 personas) nos la marcaron para siempre en la conciencia las bocas que gritan mudas en el Guernica de Picasso.
Esta guerra me afectó muy directamente. Un pariente nuestro, excéntrico y ya mayor, quería ir a luchar con el bando republicano y que lo lanzasen como un torpedo humano contra los barcos nazis y fascistas. Su propósito fracasó, pero de hecho los pilotos de la Marina japonesa hicieron algo muy parecido cuando la derrota de su país en la guerra naval estaba ya prácticamente consumada.
La invasión de Etiopía por Italia fue un preludio del escándalo siempre recurrente de este siglo sombrío: soldados incapaces, pero fuertemente armados, pudieron vanagloriarse de haber masacrado a civiles negros inermes. Más de 700.000 personas encontraron la muerte. Pero lo fácilmente que un pueblo a todas luces pacífico y amable puede aprender a ejercer la violencia y la crueldad brutal lo demuestran las guerras libradas por los etíopes entre sí tras la caída del emperador Haile Selassie.
Volvamos a los años treinta: Hitler, apoyado por las élites de la industria y el mundo financiero, así como por los intelectuales de Alemania, había ido acrecentando su poder y peligrosidad. Hitler predicaba, sin careta ni disfraz, la injusticia, la violencia, el odio y la intolerancia. Cincuenta años después de la capitulación del Tercer Reich seguramente no es necesario recordarles a los alemanes la vergüenza del régimen nazi ni la bestialidad de la guerra que Alemania desencadenó bajo el dominio nazi no sólo contra las naciones vecinas, sino en realidad contra la humanidad.
Pero el respeto a las víctimas me exige, no obstante, evocar algunos nombres: Dachau, Bergen-Belsen, Buchenwald, Mauthausen, Ravensbrück, Sachsenhausen, Auschwitz, Treblinka. Unos seis millones de judíos (de ellos, tres millones de judíos polacos) fueron asesinados por los alemanes en los campos de concentración, en ejecuciones masivas y en las prisiones.
La guerra ocasionó además aproximadamente siete millones de víctimas del lado alemán (soldados en todos los frentes y civiles muertos a causa de los bombardeos aéreos). Más de diez millones de soldados aliados -la gran mayoría de ellos rusos- murieron en los campos de batalla europeos. Ciudades de toda Europa quedaron reducidas a cenizas y escombros.
En el Lejano Oriente, en China, causó estragos intermitentemente una mortífera guerra civil desde la época de Sun Yat Sen hasta el final de la revolución cultural de Mao Tse Tung. La historia de las crueldades japonesas en China aún no es conocida en toda su dimensión: hace pocas semanas se dieron a conocer nuevas informaciones acerca de experimentos médicos de los japoneses con prisioneros chinos, incluyendo vivisecciones y experimentos en seres humanos con armas biológicas y gases tóxicos. Se estima que perecieron entre 20 y 30 millones de chinos, manchures y coreanos ya antes de que los japoneses atacasen Pearl Harbour. La brutalidad de las batallas en el Pacífico y en el continente asiático fue impresionante: las bajas se sitúan en conjunto en unos cuatro millones y medio de personas entre japoneses, chinos y aliados. Esta guerra culminó con el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Luego de esto, Japón capituló y la segunda guerra mundial finalizó. Habían pasado 31 años desde el estallido de la primera guerra mundial.
Tras el final de los combates los aliados no firmaron ningún tratado de paz con Alemania. Aquello fue un mal presagio: el ciclo de violencia, odio y destrucción no ha hecho sino repetirse en los 50 años posteriores.
La lista de los conflictos armados y de las masacres es tan abultada que sólo es posible nombrar algunos de ellos, de la misma manera que en los monumentos a las víctimas de las guerras que hay en casi todas las ciudades europeas sólo figuran los nombres de algunos de los soldados caídos en las guerras mundiales. Así, habría que referirse a la guerra entre el Kuomintang y los ejércitos comunistas en China; a las guerras entre Israel y sus vecinos en 1948-49, 1956, 1967 y 1982, sin olvidar la invasión del Líbano en 1982; a las guerras libradas por Francia en Indochina y Argelia; a la guerra entre India y Pakistán por la región de Cachemira; a la guerra de Estados Unidos en Vietnam, cuya falta de sentido ha reconocido hace poco Robert McNamara, uno de sus máximos responsables; al asesinato de millones de personas en los campos de la muerte de Camboya por Pol Pot; a la prolongada e irresuelta guerra entre Irán e Irak; a la guerra aún no acabada en Afganistán, que tal vez será recordada como el golpe de gracia que acabó con la Unión Soviética.
Algunos de estos conflictos de la época de postguerra han tenido consecuencias que trascienden a la pérdida de vidas y a la devastación de países enteros. Por ejemplo, han legitimado un terrorismo de dimensiones completamente insospechadas: atentados de intencionalidad política contra civiles, como la matanza que tiene lugar en Argelia; atentados terroristas de la OLP y de otras organizaciones árabes o asociadas como el ataque a los deportistas de la ciudad olímpica de Munich; ametrallamiento de viajeros en aeropuertos; coches-bomba y comandos suicidas; secuestro y destrucción de aviones de líneas aéreas regulares; actividades de bandas izquierdistas y anarquistas de Alemania Occidental; el ataque con gas venenoso contra el metro de Tokio; o finalmente el atentado con bomba a un edificio gubernamental en la ciudad de Oklahoma, que albergaba entre sus dependencias a una guardería infantil.
En los Estados Unidos la guerra de Vietnam ha dejado tras de sí una destructiva y peligrosa herencia de desconfianza contra las instituciones políticas. Los intentos de Israel de prevenir los ataques de los estados vecinos y de mantener a raya a los terroristas árabes han alentado el auge de determinados grupos extremistas israelíes y han comportado también la comisión por parte de la policía y el ejército israelíes de acciones en los territorios ocupados y en Líbano que están en total contradicción con la moral y la tradición judías.
La descolonización que siguió a la segunda guerra mundial llevó al Medio Oriente y a África poca paz y menos felicidad: en lugar de la dominación extranjera apareció la tiranía de regímenes corruptos y sangrientos: Siria, Irak, Zaire, Uganda y Nigeria son sólo algunos ejemplos en este sentido. Por su parte, el colapso postcolonial del orden ha conducido una y otra vez a masacres de tribus enteras, como ha sucedido recientemente en Ruanda y Burundi. Liberia no era una colonia, pero ha destacado igualmente en el asesinato de sus propios hijos. La política de apartheid practicada en Suráfrica después de la segunda guerra mundial, hoy felizmente superada, fue un ejemplo espantoso de injusticia institucionalizada, violencia, odio e intolerancia.
En América Latina ya no hay dictaduras militares, pero entre los años sesenta y finales de los ochenta pro¬liferaron las «guerras sucias» -un neologismo grotesco. La policía y el ejército perfeccionaron sus técnicas de tortura de los adversarios políticos, llegando a una auténtica maestría del rebajamiento humano. Las guerrillas urbanas acrecentaron su poder, y hubo grupos de población indígena que fueron diezmados.
¿Cómo puede seguir viviendo una persona que haya sido torturada o cuyos hijos, marido o mujer hayan sido torturados o incluso asesinados, si el torturador vive en la puerta de al lado? ¿Y cómo se puede llevar tranquila¬mente a los hijos a la playa o a esquiar si se sabe que existen comandos asesinos -formados por policías de civil- que matan a indefensos niños abandonados, a los niños de la calle? Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, Guatemala y otros países de Centroamérica y Suramérica han llegado a cotas notables en este terreno.
Cabría pensar, a estas alturas, que el Holocausto ha enseñado a todos los hombres y mujeres lo odioso que es el racismo. Y de hecho se produjo una revolución pacífica: el Tribunal Supremo de Estados Unidos y tras él la justicia americana en general han desmontado el vergonzoso sistema de la discriminación racial en Norteamérica. Sin embargo, no se puede decir que el final de la segregación fuese también el final del conflicto racial en mi país.
A las imágenes de turbas entregadas a linchamientos les han seguido insoportables imágenes de disturbios raciales como los del Watts y Miami y ha aparecido un nuevo estereotipo, el de la violencia de criminales negros contra los blancos. No hace mucho un cono¬cido periodista del Washington Post ha publicado un diario de su juventud en el que describe vivamente y con detalle cómo él mismo y sus amigos golpearon y patearon a un compañero de clase sólo porque el muchacho tenía la piel blanca.
Históricamente los judíos han estado en la vanguardia de la lucha en favor de la plenitud de derechos civiles para los americanos negros. Actualmente, sin embargo, asistimos en Estados Unidos al desconcertante y paradójico fenómeno de la aparición de un antisemitismo negro, cuyo exponente más conocido es sin duda el predicador del odio Louis Farrakhan. Este veneno parece extenderse sobre todo entre la nueva clase media negra.
En los últimos años se han cometido atrocidades contra los turcos en Alemania, contra los gitanos en Centroeuropa y Europa oriental y contra los árabes en Francia. Aun cuando son bien pocos los judíos que viven hoy en Alemania, no por ello deja de aumentar el antisemitismo y el vandalismo contra los judíos; jóvenes neonazis y matones agresivos realizan «hazañas» mientras que viejos profesores deforman la historia del Holocausto en nombre de una supuesta objetividad histórica. Su propósito es disminuir la trascendencia y significación del Holocausto, difuminando el horror sin par del Tercer Reich.
De todos los genocidas que han ensangrentado nuestro siglo, sólo los del Tercer Reich llevaron a cabo su mortífero cometido en nombre de una política de estado reconocida y proclamada. En ningún otro lugar ha sido la persecución y exterminio de un pueblo asunto de la rutina burocrática gubernamental. Está moralmente ciego aquel que no pueda ver que existe una diferencia cualitativa entre lo acaecido en los campos de concentración alemanes -con sus cámaras de gas y sus hornos crematorios y sus numerosas actividades secundarias y derivadas como la recogida del cabello de las mujeres y de los dientes de oro, que se arrancaban a los cadáveres, o la elaboración de objetos con piel humana- y otros crímenes repugnantes como las masacres de que fue objeto la población armenia, cometidas por las turbas e instigadas por las autoridades de Turquía, o el trato brutal de los prisioneros del Gulag.
Las agresiones de una brutalidad inaudita y cada vez más frecuentes son otro síntoma de la difusión del virus de la violencia. Los asesinatos de prostitutas por Jack el Destripador en el Londres de final del siglo pasado quedan pálidos en comparación con la serie de crímenes con tortura y canibalismo cometidos en Estados Unidos en los últimos años, las masacres ocasionadas por criminales que disparan con armas automáticas sobre la multitud, la silenciosa crueldad de los francotiradores que eligen a sus víctimas en un pacífico campus universitario o el ataque con gases venenosos en el metro de Tokio.
Vivimos en una época en la que la medicina moderna nos facilita sobremanera la existencia: la viruela, la parálisis infantil y la difteria han sido prácticamente erradicadas; los antibióticos pueden curar muy rápidamente enfermedades que antes eran prácticamente una condena segura a muerte; las intervenciones quirúrgicas son indoloras y se han hecho posibles operaciones que en mi no tan remota infancia eran totalmente inimaginables. La esperanza de vida ha aumentado enormemente, salvo en los países más pobres, y finalmente parece incluso posible asegurar la alimentación a una población mundial que aumenta permanentemente. Y, sin embargo, esta época nuestra de extraordinarios avances técnicos y médicos para el mantenimiento y prolongación de la vida humana y la lucha contra el dolor se caracteriza también, a la vez, por un desprecio con frecuencia espantoso y sádico por la vida humana.
¿Y qué decir del hecho de que las mismas sociedades ricas que se estremecen ante la epidemia del sida y que dedican tan cuantiosos recursos a la investigación relacionada con este mal reaccionen al mismo tiempo con abierta pasividad, con indiferencia y aburrimiento apenas velados ante los genocidios que se cometen en Bosnia, Sri Lanka, Ruanda, en los territorios habitados por kurdos o en Chechenia, ante la comprobada práctica de la tortura en las prisiones de Turquía, Irán, Irak, Indonesia y China, ante las hambrunas de Abisinia o Somalia? ¿Cómo es que hay tanta violencia, injusticia y odio a pesar de que las informaciones que proporciona la televisión las 24 horas del día hacen imposible seguir pasando por alto sus consecuencias?
En una escena del Rey Lear de Shakespeare dice Gloucester, al que habían dejado ciego por haber per¬manecido fiel a su rey:
[...] lo que las moscas son para los ociosos muchachos es lo que somos nosotros para los dioses; nos matan por gusto.
En estas líneas se contiene toda una -terriblemente exacta- cosmogonía; la visión de un mundo regido por dioses que quieren el mal y por hombres que, a imi¬tación de esos dioses, mutilan y matan a otros hombres.
No albergo duda alguna de que tenemos una disposición humana fundamental a hacer el mal e inferir sufrimiento. Igualmente fundamental es nuestra indiferencia hacia el sufrimiento de los otros, a no ser que nos reconozcamos en ellos de una manera tan certera que un golpe propinado a ellos nos afecte también a nosotros.
Mayoritariamente nos vemos contenidos por la educación (de la que en ocasiones forma parte una orientación derivada de principios religiosos bienintencionados) y -en la medido en que vivamos en sociedades estables y bien administradas- también por leyes que previenen y castigan la comisión de actos de violencia. Y, sin embargo, ¡cuántas religiones no habrán sido culpables, por su pretensión de detentar validez exclusiva, de que se haya torturado y muerto a personas en nom¬bre de este o aquel dios!
Debemos trabajar para que las sociedades basadas en la democracia y el Estado de derecho se extiendan. Pero eso no basta. Debemos abrir también nuestros endurecidos corazones.
Una cosa me parece segura: la injusticia y la violencia contra el otro, contra el extraño, y nuestra indiferencia, que nos permite mirar sin dificultad a otro lado, hunden sus raíces en nuestra incapacidad para reconocer la humanidad inherente al otro, al extraño, en el sentido más profundo de la palabra. Percibimos sin duda -y valoramos habitualmente poco- todo lo que es extraño en el otro, todo lo que le distingue de nosotros mismos y de los de nuestra condición: color de la piel, idioma, religión, ideología, peculiaridades culturales. Tomamos como pretexto estos rasgos que valoramos como incómodos e incluso como desagradables para ignorar todo lo que tenemos en común con el otro. De esta manera ha podido tolerar durante siglos la Iglesia Católica el comercio de esclavos y la esclavitud, porque tenía por absurdo que hombres y mujeres de piel negra tuviesen un alma inmortal y pudiesen ser, por tanto, humanos en plenitud.
Ciertamente no se habría llegado al Holocausto -y desde luego los alemanes no habrían apoyado o aceptado que los nazis matasen a los judíos; al fin y al cabo al principio las víctimas fueron los propios vecinos alemanes, las familias judías de al lado- si hubiesen tenido presente que los judíos eran personas como ellos. Naturalmente, la sofisticada estrategia de las doctrinas nazis y de la propaganda nazi tenía como objetivo pri¬var a los judíos de su humanidad, negarles la condición humana.
Inexcusablemente debemos aprender a reconocer en el otro a nuestro hermano o nuestra hermana. Si no lo hacemos así difícilmente tendremos el coraje necesario para cerrar el paso a aquellos que querrían hacerles daño. Sería bueno en este sentido que nos percatemos de que la diversidad humana es un motivo de alegría: es enriquecedora para el mundo y para nuestra experiencia. Seguramente nadie querría que existiese en el mundo sólo una especie de flores, pájaros o peces. La infinita diversidad de las especies no la percibimos como una amenaza. Deberíamos tratar de acoger a nuestros congéneres humanos con la misma curiosidad, tolerancia y alegría.
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