VISIONADO: DOCE HOMBRES SIN PIEDAD
Cuatro paredes, 25 m2, doce hombres, una mesa, doce sillas; espacio reducido que hace presagiar, en teóricas posibilidades, una cadencia de repeticiones estériles. Un espacio absolutamente cerrado, estricto, en este sentido teatral, pero gracias a su proyección secuencial, alterable y ordenado a partir de una sintaxis compleja que alterna planos expresionistas al servicio de la degeneración psíquica del personaje encarnado por Lee. J. Cobb, y planos de profundidad envueltos por un ambiente cargado por el humo y por las sombras de la propia textura de la imagen en su independiente contexto cerrado.
12 Hombres sin piedad es un laberinto compuesto en consecuencia de la trama, un laberinto sí y no un camino, filmicamente hablando, edificado por y para múltiples directrices oculares. Toda imagen condiciona, en nuestra película, el universo dialogado.
El ámbito de la palabra se ve reducido a la constante consecuencia de la imagen y se convierte, por no decir que aclara, en el reducto mínimo, y no por ello prescindible, de la construcción del film, entendido esto como una expresión autónoma en el terreno de la incertidumbre icónica del movimiento.
Sin embargo, obviamente, la película posee un argumento estricto: un juicio, una más que posible condena a muerte y un jurado compuesto por doce hombres de los cuales uno se opone a la condena y once están a favor (de aquí que la traducción española del título sea, a mi juicio, equivocada, y prefiero la traducción argentina del mismo: 12 hombres sin piedad).
Siguiendo con el argumento, ese único hombre, Henry Fonda
Jurado Nº 8-, convence progresivamente a los once restantes de la posible inocencia del acusado. El veredicto final es inocente. Fin de la historia.
Desde este punto de vista, la simpleza del film, del por entonces debutante Sidney Lumet, es aplastante, y en el mundo de las apariencias, carente de interés, porque argumentalmente es deducible sin interferencias, porque no posee inconvenientes de descodificación, porque carece de elipsis temporales, porque no gesticula a través de falsas puertas y porque no se esconde detrás del humo inconsciente de la palabra sin sentido.
Pero el cine no es una justificación, o en todo caso lo es de sí mismo, es decir, el cine no es un argumento, aunque cuente algo, que sostiene todo cuanto es representado, sino absolutamente todo lo contrario; la imagen construye su propia realidad, su marco dramático, sus leyes de representación y su proyección de entendimiento.
En la película protagonizada por Fonda, entre otros, nos encontramos ante una lección de arte fílmico, ante una catarata de planos que tienen como único hilo conductivo el eco constante de la imagen sin equivalente absoluto.
La cámara espía antes que nosotros una realidad que nos llega en múltiples miradas que no es más que una diversificada, consecuente con la catarsis, en sentido musical, que vive Lee J. Cobb -Jurado Nº 3- en su odisea del resentimiento sin retorno. Pero la cámara lo persigue, lo aterra con una sucesión implacable de primeros planos, lo degenera, lo convierte en otro estadio, el de la irremediable responsabilidad de asumir la decisión de condenar a un alguien a la silla eléctrica.
Lumet entiende la sociedad en dos grandes bloques: el de la cordura impuesta por Fonda y el del resentimiento artificial de Cobb. Ambos, en apariencia, son hombres de bien, pero el cineasta reconoce al individuo a partir de su historia individual y sumergida en un tejido de relaciones sociales.
Así, Lumet, expone a la lacra de la sociedad en el rostro de Cobb, en lo que la cámara desgarra de éste. Su historia, ahora sí empírica, sale a luz y explota en la justificación de su impiadosa actitud hacia el reo ausente. Fonda es la otra cara social que Lumet expone en sus múltiples angulaciones: un hombre cauteloso, consciente de su responsabilidad y sin resentimientos.
En medio de ellos, todos los componentes de una sociedad heterogénea: viciosos, inseguros, de buen corazón, sin escrúpulos, silenciosos, inconscientes. Todos convergen en un mismo punto llevados por el protagonismo absoluto de la cámara, de ese ojo que condiciona lo que ve, que crea el casi difuso mecanismo de la recepción visual de una realidad estructurada, cómo no, en el cenáculo constante de la imagen.
Cuatro paredes, doce hombres, un lugar. La moral de la sociedad que los ampara deambula en cada cuadro de exposición móvil. Cada gesto, cada silencio, cada compenetración y dicotomía están dirigidas por la multiplicidad de las secuencias, por los planos que retratan el devenir de la progresión. Como un cáncer que se extirpa con el correr de las horas, la mirada de esta película extrae de la nada una memoria, una historia, un resentimiento, o la simple duda.
La cámara mira a los ojos de una sociedad insomne en la prepotencia del juicio moral que está dispuesto a quitar la vida de un individuo jamás aceptado en el paraíso de la norma. Todo y nada, simple perogrullo, se afirma en la negación de lo extraño: del miedo al reino de la duda. Y es la duda, expuesta en el péndulo del orden cinematográfico, lo que convence y distrae al ojo estricto del vidrio social.
12 Hombres sin piedad es un laberinto compuesto en consecuencia de la trama, un laberinto sí y no un camino, filmicamente hablando, edificado por y para múltiples directrices oculares. Toda imagen condiciona, en nuestra película, el universo dialogado.
El ámbito de la palabra se ve reducido a la constante consecuencia de la imagen y se convierte, por no decir que aclara, en el reducto mínimo, y no por ello prescindible, de la construcción del film, entendido esto como una expresión autónoma en el terreno de la incertidumbre icónica del movimiento.
Sin embargo, obviamente, la película posee un argumento estricto: un juicio, una más que posible condena a muerte y un jurado compuesto por doce hombres de los cuales uno se opone a la condena y once están a favor (de aquí que la traducción española del título sea, a mi juicio, equivocada, y prefiero la traducción argentina del mismo: 12 hombres sin piedad).
Siguiendo con el argumento, ese único hombre, Henry Fonda
Jurado Nº 8-, convence progresivamente a los once restantes de la posible inocencia del acusado. El veredicto final es inocente. Fin de la historia.
Desde este punto de vista, la simpleza del film, del por entonces debutante Sidney Lumet, es aplastante, y en el mundo de las apariencias, carente de interés, porque argumentalmente es deducible sin interferencias, porque no posee inconvenientes de descodificación, porque carece de elipsis temporales, porque no gesticula a través de falsas puertas y porque no se esconde detrás del humo inconsciente de la palabra sin sentido.
Pero el cine no es una justificación, o en todo caso lo es de sí mismo, es decir, el cine no es un argumento, aunque cuente algo, que sostiene todo cuanto es representado, sino absolutamente todo lo contrario; la imagen construye su propia realidad, su marco dramático, sus leyes de representación y su proyección de entendimiento.
En la película protagonizada por Fonda, entre otros, nos encontramos ante una lección de arte fílmico, ante una catarata de planos que tienen como único hilo conductivo el eco constante de la imagen sin equivalente absoluto.
La cámara espía antes que nosotros una realidad que nos llega en múltiples miradas que no es más que una diversificada, consecuente con la catarsis, en sentido musical, que vive Lee J. Cobb -Jurado Nº 3- en su odisea del resentimiento sin retorno. Pero la cámara lo persigue, lo aterra con una sucesión implacable de primeros planos, lo degenera, lo convierte en otro estadio, el de la irremediable responsabilidad de asumir la decisión de condenar a un alguien a la silla eléctrica.
Lumet entiende la sociedad en dos grandes bloques: el de la cordura impuesta por Fonda y el del resentimiento artificial de Cobb. Ambos, en apariencia, son hombres de bien, pero el cineasta reconoce al individuo a partir de su historia individual y sumergida en un tejido de relaciones sociales.
Así, Lumet, expone a la lacra de la sociedad en el rostro de Cobb, en lo que la cámara desgarra de éste. Su historia, ahora sí empírica, sale a luz y explota en la justificación de su impiadosa actitud hacia el reo ausente. Fonda es la otra cara social que Lumet expone en sus múltiples angulaciones: un hombre cauteloso, consciente de su responsabilidad y sin resentimientos.
En medio de ellos, todos los componentes de una sociedad heterogénea: viciosos, inseguros, de buen corazón, sin escrúpulos, silenciosos, inconscientes. Todos convergen en un mismo punto llevados por el protagonismo absoluto de la cámara, de ese ojo que condiciona lo que ve, que crea el casi difuso mecanismo de la recepción visual de una realidad estructurada, cómo no, en el cenáculo constante de la imagen.
Cuatro paredes, doce hombres, un lugar. La moral de la sociedad que los ampara deambula en cada cuadro de exposición móvil. Cada gesto, cada silencio, cada compenetración y dicotomía están dirigidas por la multiplicidad de las secuencias, por los planos que retratan el devenir de la progresión. Como un cáncer que se extirpa con el correr de las horas, la mirada de esta película extrae de la nada una memoria, una historia, un resentimiento, o la simple duda.
La cámara mira a los ojos de una sociedad insomne en la prepotencia del juicio moral que está dispuesto a quitar la vida de un individuo jamás aceptado en el paraíso de la norma. Todo y nada, simple perogrullo, se afirma en la negación de lo extraño: del miedo al reino de la duda. Y es la duda, expuesta en el péndulo del orden cinematográfico, lo que convence y distrae al ojo estricto del vidrio social.
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